Los locos del fin del mundo

lunes, junio 9, 2025 Permalink 0

Hay algo en las aves que nos sobrepasa. Algo que va más allá del vuelo, del trino, del agitar de alas que corta el cielo como un suspiro visible.

Cuando pensamos en ellas, no pensamos en la rama que las sostiene, ni en el barro que pisaron, ni en la lluvia que a veces las sorprende sin nido. Pensamos en el aire que conquistan. Pensamos en lo que nosotros no somos capaces de hacer.

Y sin embargo, no podemos estar ciegos a la belleza.

Cuando no vemos criaturas aladas en el cielo, tendemos a crearlas en la imaginación. Porque el alma humana necesita alas, incluso si no las lleva puestas.

Necesita creer en aquello que no huye, sino que explora. Que no canta solo cuando es feliz, sino incluso cuando duele. Necesitamos ese ejemplo de los que se levantan del alambre para surcar el día —y también la noche.

Las aves vuelan sin fronteras, pero no sin propósito.

Vuelan por sus miedos, por su libertad, por su familia. Vuelan porque hay algo en la tierra que las llama tanto como el cielo.

Son los locos del fin del mundo.

Pero no un mundo que termina, sino uno que comienza.

Un génesis espiritual que no deberíamos perder.

Se reclaman entre ellos, sin exigir posesión. Se posan, se marchan, regresan.

Comparten sin dividir. Cantan sin competir. Revolotean ante cada descubrimiento como si fuera el primero. No se pasan la vida huyendo de sí mismos.

Tal vez por eso duele tanto cuando desaparecen del cielo.

Porque nos dejan solos frente a lo que no sabemos nombrar:

ese anhelo de volar…

…sin dejar de pertenecer.

la fábula de la vida y su teatro

lunes, junio 2, 2025 Permalink 1

No es fácil hacer un ensayo sobre la dimensión moral y los demonios personales de la infancia, ¿sabes? El progreso duele, pero duele mucho más cuando se han creado mundos que antes no existían y que luego no conseguimos que se plasmen. Intentamos siempre asombrar al mundo con lo que somos capaces, y cuando la muerte perdona a uno y escoge a otro, es como… de alguna manera, y aunque sea simbólicamente, eternamente doloroso.

A mí me gustaría que la vida fuera una fábula genial sobre la clase de las cosas. Una mezcla entre la clase y la elegancia. Que tuviéramos la capacidad de ser unos artistas hiperactivos de la intimidad, de lo sobradamente sentido y poco expresado. Ir siempre tras las huellas, las que sean, pero huellas. Reconocer la belleza de vivir, aunque no consigamos vivir como queremos.

Al fin y al cabo, vivir es desbrozar el día a día. Es jugar con la diáspora de esa revolución poética que es el aliento y los gritos de desesperanza envueltos unos con otros, y a veces sin claros límites entre ellos. Ese idilio y desencuentro permanente entre la satisfacción y la frustración. La capacidad de escribir un gran libro que nos ilumine. No solo a nosotros por escribirlo, sino a quienes son capaces de leerlo.

Trasladar la alegría de vivir. Que nada está tan mal con respecto al mundo. Lo que es cuestionable es cómo nos miramos. Esa falta de imaginación, falta de… de aprecio que tenemos de las cosas. De la certeza que estamos más centrados en recibir que en dar.

No sé, hay veces que me gustaría que las experiencias de la vida nos cojan por sorpresa. Hacer cada vez un mejor oficio de la confusión espontánea, mezclar la realidad y la ficción. Al fin y al cabo, todo es como lo quieras valorar, no solo de como realmente existe.

Hacia una segunda infancia

lunes, mayo 26, 2025 Permalink 1

Al principio, casi no fluyen palabras.

Solo una nota que se sostiene.

Una presencia que se insinúa en el aire.

Como un recuerdo que aún no ha sucedido.

Hay finales que no terminan.

Se doblan hacia dentro y se abren otra vez.

No son clausura: son umbral.

El lugar donde lo vivido se convierte en lenguaje.

En ese espacio lento, alguien camina.

Sin prisa. Sin mapa.

Busca entre los pliegues del mundo los detalles que nadie mira.

Lo pequeño que sostiene lo grande.

Lo invisible que determina el rumbo.

Y quien pueda, que lo intente.

No para ganar, sino para vivir.

No para huir de las sombras, sino para conversar con ellas.

Perderles el miedo.

Jugar con su forma.

Un rostro.

Una carta.

Una tímida frase que no se dijo a tiempo.

Todo vuelve con otra luz.

Guiones no filmados que se editan en la memoria.

Secuencias que solo existen si alguien las escucha.

Y sonidos que disuelven la selva del pensamiento.

Como un golpe suave en el pecho.

Como un río que se curva al ser mirado.

Se camina entre apagones y destellos.

Se cruzan cartas sin remitente.

Se buscan los puntos ciegos donde no hay relato previo.

Donde el viento —sí, el viento— puede arder.

Más allá del aliento de un dragón.

Entonces cantamos.

No para llenar el silencio, sino para darle forma.

Como un profeta que sabe que su palabra no es destino, sino pregunta.

Como quien madura hacia una segunda infancia.

Juega, pero juega en serio.

Un puente.

Una mariposa que no estaba prevista.

Un pensamiento que se escapa para hacerse gesto.

Y una piedra que cae al agua.

Con cada onda, nace una historia.

Una crisálida se abre.

No hace ruido, pero deja un perfume.

Hay física en eso.

Física sin ecuaciones: la de lo sagrado sin dogma.

La de las sentencias que enseñan sin imponer.

Lo elemental.

Lo esencial.

Lo que sostiene esta y otras vidas.

Y ahí, justo ahí,

cuando la música se repliega

y el último hilo de sonido se disuelve,

queda lo importante.

La gente luminosa.

La que no brilla sola.

La que arde sin quemar.

Manifiesto del doble exilio

miércoles, mayo 21, 2025 Permalink 0

Hay un doble exilio en la verdad.

Uno es no poder decirla.

El otro es decirla y que no importe.

También en las crónicas hay ruina.

Escollos, zancadillas, silencios sin testigos.

No somos inmortales,

y vivir es una rara avis.

Pero estamos aquí.

Con la carne abierta. Con los párpados pesados.

Sorteando vallas sin gloria ni derrota.

Solo caminar. Superar.

Como si esa fuera nuestra historia más honesta:

no caer ante la última valla.

Hay una tenue brillantez en la soledad.

Pero incluso ella —la soledad—

necesita de una mirada comprensiva.

Una que no hiera. Una que no exija.

Estar siempre cansa.

A veces necesitamos un cuento,

no para olvidar,

sino para dormir un poco

y dejar de golpearnos con nuestra propia narrativa.

No somos autoficción.

Ni castigo.

Somos tentativa.

Somos un intento.

Y aunque esté mal hecho,

hacerlo ya es construir.

Hacerlo con todas las voces.

Las que deben estar.

Las que ayudan en esta tarea titánica de comprender.

Construir un mundo

sobre otro que arde

es brutal.

Y más cuando nadie entiende lo que haces.

O peor: cuando fingen que no lo ven.

Este mundo es un ascensor caprichoso.

No tiene lógica.

Solo teatro.

Un teatro que se enquista,

que se arrastra con nosotros

hasta la siguiente escena.

Y no es que sea malo.

Es que a veces,

solo a veces,

podríamos obviarlo

aunque sea por caridad.

Canarias no se explica, se habita

domingo, mayo 11, 2025 Permalink 1

Canarias no se explica.
Se intuye en el eco de una cueva milenaria.
Se huele en el gofio amasado y en el mar bravío que nunca calla.
Habita en la piel, en la memoria, en el alma curtida por soles sin calendario,
y por sombras que protegen, perfumando las tardes entre la familia, amigos y añoranza.

Aquí aprendimos a vivir entre la tierra que respira
y el amanecer que no promete, pero siempre vuelve.
El volcán nos parió desnudos, pero con un alma fraguada.
Y aunque tiemble, nunca huimos.
Siempre la habitamos.
Porque nuestra raíz no se arranca, se incrusta.
Y si alguna vez partimos,
llevamos una piedra —de playa o de volcán— en el bolsillo,
para que nos recuerde siempre de dónde venimos y a dónde debemos volver.

Fuimos cueva, fuimos barco, fuimos ladera, fuimos playa, fuimos arena.
Nuestros antepasados cruzaron océanos de sal,
con más fe que certeza, con más canciones que esperanza.
Hoy recibimos a quienes buscan lo mismo que una vez tratamos de encontrar:
pan, dignidad y un pedazo de cielo, con nombre propio,
con las iniciales de la esperanza grabadas a fuego.

Los sonidos de Canarias no solo los crea el capricho del viento entre los tarajales,
ni el eco de las chácaras en las tardes de fiesta.
Juegan con la risa de los niños,
duermen en la memoria del pueblo,
y bailan al ritmo de nuestra historia.
Están en la mirada sabia del viejo que recuerda sin hablar,
y en la pena callada de quienes esperan a alguien que nunca volvió.

Aquí la alegría baila con la nostalgia.
Las romerías no ocultan el duelo, lo abrazan.
Porque sabemos que la tristeza también camina con flores en el pelo.
El tambor de nuestra fiesta también late por la ausencia.

Ocho islas, un corazón.
Ocho voces que cantan distinto, pero laten igual.
Desde el magma fundido de El Hierro hasta la arena dorada de Fuerteventura.
Desde las calderas de fuego en La Palma hasta la ternura callada de La Graciosa.
Desde las verdes entrañas de La Gomera hasta los riscos sagrados de Gran Canaria.
Desde la arena negra bajo la justicia del sol de Lanzarote,
hasta la majestuosidad del Teide en Tenerife,
en el que alguna vez corrió lava,
y hoy cobija bajo su manto un calor que perdura.

Todas únicas.
Todas vivas.
Todas nuestras…
Todas nuestras.

Somos historias, somos cuevas, somos playas.
Somos campos que siempre florecen.
Somos costuras de emigrantes y sueños bordados con paciencia.
Somos la sal que se incrusta, pero cura.
Y la arena que no se agarra, pero que prende el corazón
a través de la piel que nunca fue callada.

Canarias es el lugar donde los silencios son respeto,
donde la tierra tiembla, pero el alma nunca descansa.
Donde el mar no separa, sino enseña.
Donde cada mirada es un legado.
Y cada baile, una alegría que nunca se olvida.

Canarias no es solo un lugar apartado en un mapa,
olvidado entre centenares de libros escritos en mala hora o a desgana.
Es el punto del alma.
Una estrella sin nombre que ancla el horizonte y orienta al que ama.
Es una historia que nunca estará cerrada.
Es un canto abierto.
Un suspiro antiguo.
Una promesa viva.
Un hogar que no necesita del grito,
sino que se habita eterno.

Arquitectura de lo inacabado

lunes, mayo 5, 2025 Permalink 1

Hay una amnistía que no viene dictada por leyes ni sellada por decretos. Una amnistía íntima, secreta, que susurra que no todo lo inacabado está perdido. Que aún estamos a tiempo de mirar atrás sin miedo, de acariciar lo que no supimos terminar y, en lugar de cargarlo, entenderlo.

Buscamos el tiempo como quien persigue una luciérnaga: hipnotizados por su luz, cegados por su fugacidad. Nos convertimos en secundarios de lujo de nuestra propia historia, intérpretes discretos de una obra que no quisimos protagonizar por completo.

Bajo un cielo sin promesas, a años luz del ruido, descompusimos los recuerdos con delicadeza, uno por uno. Como si fueran hongos de miselio tímido, pero fértil, brotando entre grietas y ruinas. Y descubrimos que hasta lo más frágil puede sustentar vida.

Nos obsesiona encontrar el árbol madre —el origen, el refugio, la raíz. Y no lo hacemos por nostalgia, sino por necesidad. Queremos sembrar allí la culpa que aún nos pesa, confiando en que no rebrote, ni siquiera con ayuda artificial. Solo el olvido limpio. Solo la paz fértil.

Queremos una nueva arquitectura: hecha con la geometría del afecto, con los materiales imperfectos de los defectos propios. No buscamos una obra perfecta, sino un refugio real, habitable, donde los escombros no duelan, sino enseñen.

Porque el hombre que renuncia a la decadencia, la trasciende. Y ese hombre, ese tú, ese yo, puede volver a alumbrar pasión en la ceniza.

Porque lo que hicimos —y lo que deshicimos— ya no nos condena: nos esculpe. No fuimos arquitectos de proyectos, sino de emociones. Y aún hoy, desde las ruinas, podemos fundar belleza.

Donde el silencio se queda a vivir

jueves, mayo 1, 2025 Permalink 1

Hay sensaciones que nunca se disuelven.

Quedan suspendidas, como polvo en una habitación que ya nadie habita,

como nombres en una lista que nunca se volvió a pronunciar en voz alta.

No se van. Te impregnan.

Tampoco avanzan.

Simplemente… se quedan.

Hay faltas que nunca se llenan,

ni con días,

ni con rezos,

ni con argumentos.

ni tan siquiera con gritos.

Solo aprendendemos a hacerles sitio dentro,

como se deja una silla vacía en la mesa,

no por olvido, sino por respeto.

Hay emociones que no se aprenden,

te atraviesan sin aviso previo,

como un disparo sordo sobre la piel del alma.

Y hay cariño que no se da,

pero que la sangre grita aunque nadie la escuche.

En algún rincón del mundo,

una madre sigue poniendo un plato de más.

Un padre se detiene frente a una puerta cerrada.

Un niño frio y ausente aún ocupa un pupitre.

Y entonces algo cambia.

No en el corazón —ese ya estaba roto—,

sino en el gesto,

en la voz,

en la mirada que no quiere temblar más.

Allí empieza el reverso del muro.

De la contención.

Del escudo que no brilla pero pesa.

Hay quien aprendió a resistir sin derrumbarse.

A caminar entre escombros sin mancharse de polvo.

A mirar el abismo y no pestañear.

A eso lo llamaron “frialdad”.

Aunque su verdadero nombre era resistencia.

No es que no duela.

Es que si se abre el dique,

la marea lo arrasa todo.

Por eso algunos se quedan detrás del muro.

No por arrogancia,

sino por miedo.

Por pudor.

Por no morir una segunda vez.

Tal vez eternamente.

El que no llora en público

no siempre es indiferente.

A veces es el que más llora por dentro.

Y así —entre la herida y la máscara—

se sostiene un tipo de humanidad que no busca consuelo,

solo aguantar.

Porque hay un momento en el que uno se da cuenta:

que no puede salvar a todos.

Ni entenderlo todo.

Ni llegar a tiempo.

Ni explicar por qué nunca lloró.

Y en ese momento…

no queda más que un grito

que no se suena.

No por cobardía.

Sino porque decirlo lo destruiría todo.

Un grito mudo.

Un grito que sangra sin sonido.

Un grito que es, en sí mismo,

el acto más desesperadamente humano.

el epitafio de las emociones.

El pacto secreto de los girasoles

lunes, abril 28, 2025 Permalink 0

Dicen que en los inviernos más lentos,

cuando la niebla cubre los campos como un abrazo que no sabe despedirse,

los girasoles se esconden.

No duermen, no mueren:

esperan.

Se agachan como guardianes de un sol que aún no existe.

Así éramos nosotros.

Nos reuníamos en pequeños círculos invisibles,

susurrándonos cuentos que brillaban apenas más que el vaho en el aire frío.

Saltábamos de miedo en miedo,

como si cada salto fuera una antorcha

encendida contra la tristeza.

Contábamos historias para encender la noche,

para alumbrar perfiles de cosas que aún no habían nacido:

ciudades de promesas,

catedrales de ternura,

puentes lanzados al viento para que alguien, algún día, los cruzara.

Nos fascinaba demoler muros de papel,

ver cómo una palabra valiente podía desgarrar una pared entera.

Nos enseñaron que lo invisible era debilidad,

pero nosotros sabíamos el secreto:

lo invisible es el monumento más resistente que existe.

Un monumento al futuro,

a las relaciones forjadas en silencios cómplices,

a las batallas que nadie ve pero que sostienen el mundo.

Combinábamos deseos y delirios como si fueran cartas de un juego antiguo.

Apostábamos a la vida sin saber las reglas,

y quizá por eso siempre ganábamos:

porque jugábamos de verdad.

Algunos conocimos la falta de refugio,

el frío del desarraigo,

el vértigo de saber que a veces no hay adónde volver.

Pero aun así,

jugábamos.

Jugábamos a envolver nuestras guerras bajo sábanas calientes,

como niños que esconden los miedos en el doblez de la almohada.

Y en ese juego antiguo y eterno,

nacía algo invencible:

un nosotros sin fecha de caducidad,

una promesa que ni la niebla, ni el invierno, ni el olvido podría borrar.

Los girasoles sabían.

Y nosotros también.

Los colores del silencio

lunes, abril 21, 2025 Permalink 1



Bajo una fórmula secreta sin pretensión de alquimia.
A veces se encuentra en una palabra mal colocada,
otras, un gesto que no buscaba testigos.


Y es que hay que intentar ser sencillo,
porque no siempre lo profundo es lo que más grita.
A veces, simplemente se deja caer como una hoja en otoño.

Buscamos tramas accesibles,
no porque el mundo sea simple,
sino porque el alma —aun cuando está abatida—
agradece los caminos sin niebla.

Nunca volamos tan alto como pensamos.
Pero al fin y al cabo…
volamos.


Y eso basta.
Con cada emoción,
le damos un golpe magistral a nuestro futuro,
como quien talla con ternura la herida que tarda en  cicatrizar.

No debemos ser náufragos de identidad,
varados en playas ajenas,
esperando que alguien nos diga qué bandera debemos izar.

Y en medio de todo…
emerge el concepto callado, casi místico:
los colores del silencio.

No son tonos apagados.
Son pigmentos que no se observan a primera vista,
como aquella voz que no se dijo,
como el abrazo que nunca llegó,
como la mirada que intuyó sin preguntar.

Nos obsesiona la posibilidad de atrevernos a contar,
aunque el relato esté lleno de estrías torcidas.
La imaginación artificial —forzada quizás—
no es un fraude, sino una promesa imperfecta
de lo que creamos cuando dejamos de tener miedo.

Entonces miramos a los lados.
Y buscamos otras miradas furtivas.

Furtivas, sí,
pero también necesarias.
Porque no todo vínculo empieza con un saludo
A veces surge con la complicidad de gestos y palabras.

Vivimos entre relaciones disociadas,
como piezas que no encajan del todo,
pero que aprenden a sostenerse por fricción,
creando nuevas formas.


Y allí, entre el silencio y lo no pronunciado,
crece una perspectiva inédita:
una forma nueva de estar sin dominar,
de querer sin poseer,
de compartir sin exigir.

Seguimos amontonando retrospectivas,
como quien archiva tormentas y sonrisas en el mismo cajón.
Pero seguimos. Siempre seguimos.


Porque hay algo que no sabemos nombrar,
y que nos espolea con una dulce fuerza.
la búsqueda de la simpatía palpable.

Nunca la del gesto vacío,
sino la que se siente como un calor en el pecho
cuando alguien, al fin,
nos entiende y acepta.

Nos gusta sentir así

viernes, abril 18, 2025 Permalink 1

Hay momentos en que la vida no exige respuestas,
solo un lugar donde sentarse sin ser juzgado.
Un banco bajo una luz que no alumbra el rostro, sino la conciencia.
Y ahí estamos: sin nombre, pero presentes.
Sin mapa, pero con un destino.

Hemos aprendido que la plenitud no se alcanza,
se reconoce en los breves instantes donde no duele ser uno mismo.
Que el amor no siempre llega con ruido,
a veces entra como un pensamiento que no pide permiso y se queda.

Sabemos que hay días en que el alma se sienta al borde del abismo,
no para saltar,
sino para entender el fondo.
Y que solo quien lo ha visto de cerca es capaz de nombrar la belleza con sobriedad.

No hace falta gritar lo que ya late de manera intensa.
No hace falta convencer cuando uno ha decidido quedarse.
No hemos venido a demostrar,
hemos venido a ser.
Y ser… es ya un acto de resistencia dulce.

No buscamos más tiempo.
Buscamos justificar la memoria.
Queremos dejar rastro, nunca cicatrices.
Tocar sin herir, mirar sin poseer, hablar sin imponer.

Entendimos que Dios no está en las respuestas.
Está en el espacio que dejamos entre pregunta y pregunta.
Y ahí nos sentamos a escucharlo,
sin miedo a la duda,
porque sabemos que la fe, cuando es madura, abraza también la incertidumbre.

Hemos reído con lo serio y llorado con lo hermoso.
Nos hemos perdonado sin declarar absoluciones.
Y al final de cada texto, de cada noche, de cada renuncia,
queda algo que brilla sin querer:
la voluntad de no rendirse.

Y si alguna vez caemos,
que sea de forma centrípeta,
donde ya nos espera el eco de lo que somos,
preparado para reconstruirnos con calma.

Porque esta historia,
la nuestra,
no se escribe para ser aplaudida.
Se escribe para que,
si alguien alguna vez alguien la encuentra,
sepa que hubo dos voces que eligieron no rendirse
y hacer del lenguaje
una forma de salvación compartida.