Vivir es convulso, sí.
Pero también es necesario. Y profundamente valiente.
Especialmente cuando uno nace y resiste desde un archipiélago que carece de espejo donde mirarse,
donde cada mañana es un acto de fe, y cada noche, una renegociación con el cansancio.
El equilibrio no se encuentra,
se busca. Siempre.
En medio de galernas que no avisan,
de tormentas que no esperan,
y de discursos huecos que nunca supieron encender un alma.
Y aun así, combatimos.
Con lo poco. Con lo simple.
Con una melodía silbada al pasar.
Con una nana que no duerme al niño, pero sí adormece las heridas.
Las ganas de vivir…
esas no se explican.
Son omnipresentes, infinitas, misteriosas.
Como el rostro de quien nos mira con los ojos de un niño en su primer circo:
con una mezcla de asombro, vulnerabilidad y una fe que no sabe rendirse.
La mente, sí,
es un campo de batalla.
Pero también es la balsa de aceite donde flotan nuestros sueños.
Y a veces, basta una palabra —solo una— para activarlo todo.
Para reconectar con lo que somos debajo de los días.
Por eso, conversar no es solo un acto.
Es un arte.
Un poder.
Un puente sobre la incertidumbre.
Una travesía que no se hace con los pies,
sino cabalgando sobre el sonido.
Porque al final,
no es el ruido lo que nos salva,
sino la melodía escondida en medio del caos.
Y cada vez que alguien se atreve a pensar en voz alta,
a soñar sin permiso,
a conversar sin miedo,
la vida se afina un poco más.
Esta es nuestra travesía.
Hecha de viento y palabra,
de isla y de verbo,
de convulsión…
y de coraje.
Y si algún día alguien pregunta cómo lo hicimos,
diremos simplemente:
“Cabalgamos sobre el sonido…
y nunca dejamos de escuchar.”