Hay algo en las aves que nos sobrepasa. Algo que va más allá del vuelo, del trino, del agitar de alas que corta el cielo como un suspiro visible.
Cuando pensamos en ellas, no pensamos en la rama que las sostiene, ni en el barro que pisaron, ni en la lluvia que a veces las sorprende sin nido. Pensamos en el aire que conquistan. Pensamos en lo que nosotros no somos capaces de hacer.
Y sin embargo, no podemos estar ciegos a la belleza.
Cuando no vemos criaturas aladas en el cielo, tendemos a crearlas en la imaginación. Porque el alma humana necesita alas, incluso si no las lleva puestas.
Necesita creer en aquello que no huye, sino que explora. Que no canta solo cuando es feliz, sino incluso cuando duele. Necesitamos ese ejemplo de los que se levantan del alambre para surcar el día —y también la noche.
Las aves vuelan sin fronteras, pero no sin propósito.
Vuelan por sus miedos, por su libertad, por su familia. Vuelan porque hay algo en la tierra que las llama tanto como el cielo.
Son los locos del fin del mundo.
Pero no un mundo que termina, sino uno que comienza.
Un génesis espiritual que no deberíamos perder.
Se reclaman entre ellos, sin exigir posesión. Se posan, se marchan, regresan.
Comparten sin dividir. Cantan sin competir. Revolotean ante cada descubrimiento como si fuera el primero. No se pasan la vida huyendo de sí mismos.
Tal vez por eso duele tanto cuando desaparecen del cielo.
Porque nos dejan solos frente a lo que no sabemos nombrar:
ese anhelo de volar…
…sin dejar de pertenecer.