Canarias no se explica.
Se intuye en el eco de una cueva milenaria.
Se huele en el gofio amasado y en el mar bravío que nunca calla.
Habita en la piel, en la memoria, en el alma curtida por soles sin calendario,
y por sombras que protegen, perfumando las tardes entre la familia, amigos y añoranza.
Aquí aprendimos a vivir entre la tierra que respira
y el amanecer que no promete, pero siempre vuelve.
El volcán nos parió desnudos, pero con un alma fraguada.
Y aunque tiemble, nunca huimos.
Siempre la habitamos.
Porque nuestra raíz no se arranca, se incrusta.
Y si alguna vez partimos,
llevamos una piedra —de playa o de volcán— en el bolsillo,
para que nos recuerde siempre de dónde venimos y a dónde debemos volver.
Fuimos cueva, fuimos barco, fuimos ladera, fuimos playa, fuimos arena.
Nuestros antepasados cruzaron océanos de sal,
con más fe que certeza, con más canciones que esperanza.
Hoy recibimos a quienes buscan lo mismo que una vez tratamos de encontrar:
pan, dignidad y un pedazo de cielo, con nombre propio,
con las iniciales de la esperanza grabadas a fuego.
Los sonidos de Canarias no solo los crea el capricho del viento entre los tarajales,
ni el eco de las chácaras en las tardes de fiesta.
Juegan con la risa de los niños,
duermen en la memoria del pueblo,
y bailan al ritmo de nuestra historia.
Están en la mirada sabia del viejo que recuerda sin hablar,
y en la pena callada de quienes esperan a alguien que nunca volvió.
Aquí la alegría baila con la nostalgia.
Las romerías no ocultan el duelo, lo abrazan.
Porque sabemos que la tristeza también camina con flores en el pelo.
El tambor de nuestra fiesta también late por la ausencia.
Ocho islas, un corazón.
Ocho voces que cantan distinto, pero laten igual.
Desde el magma fundido de El Hierro hasta la arena dorada de Fuerteventura.
Desde las calderas de fuego en La Palma hasta la ternura callada de La Graciosa.
Desde las verdes entrañas de La Gomera hasta los riscos sagrados de Gran Canaria.
Desde la arena negra bajo la justicia del sol de Lanzarote,
hasta la majestuosidad del Teide en Tenerife,
en el que alguna vez corrió lava,
y hoy cobija bajo su manto un calor que perdura.
Todas únicas.
Todas vivas.
Todas nuestras…
Todas nuestras.
Somos historias, somos cuevas, somos playas.
Somos campos que siempre florecen.
Somos costuras de emigrantes y sueños bordados con paciencia.
Somos la sal que se incrusta, pero cura.
Y la arena que no se agarra, pero que prende el corazón
a través de la piel que nunca fue callada.
Canarias es el lugar donde los silencios son respeto,
donde la tierra tiembla, pero el alma nunca descansa.
Donde el mar no separa, sino enseña.
Donde cada mirada es un legado.
Y cada baile, una alegría que nunca se olvida.
Canarias no es solo un lugar apartado en un mapa,
olvidado entre centenares de libros escritos en mala hora o a desgana.
Es el punto del alma.
Una estrella sin nombre que ancla el horizonte y orienta al que ama.
Es una historia que nunca estará cerrada.
Es un canto abierto.
Un suspiro antiguo.
Una promesa viva.
Un hogar que no necesita del grito,
sino que se habita eterno.