No hay razones para conformar una mirada.
Ni obligaciones en tu respuesta.
Te deseo por mi genética y la tuya.
Por el color de tu falda cada mañana.
No hay razones para conformar una mirada.
Ni obligaciones en tu respuesta.
Te deseo por mi genética y la tuya.
Por el color de tu falda cada mañana.
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Imagen: R. Cristopher Vest.
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Cuando se trata de imaginarte, mi mente funciona como un calidoscopio.
Un sutil violeta que alegra una campiña de verde continuo.
La caprichosa luz de la tarde que alarga tu silueta hasta casi tocarla.
El sonido apenas audible del cimbrear de tu cardera al acercarte.
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El nudo justo que nos une pero no ahoga.
Un pinzón azul que rivaliza en presencia, con el ocaso de la tarde.
Las alas de mariposa fértil que recorre mi espalda una y otra vez.
Mis manos extenuadas tras contar uno a uno los lunares de tu espalda.
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Esos detalles imprecisos
que conforman la compañía,
de un loco caminante
que no sabe volver atrás.
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Imagen: Elena Pencheva.
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Me he descubierto dándole forma a las nubes.
Entretenido mientras perfilaba tus curvas una y otra vez.
Me pregunto si tus labios envolverán mis sueños,
o acunarán mis esperanzas de remontar el vuelo.
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Nunca has sido proscrita para mis entrañas.
Tal vez porque desde que apareciste en mi vida
el viejo reloj del abuelo se ha empeñado
en caminar más deprisa, pero hacia atrás.
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Ya no grito a la noche
si no va acompañado
de un leve y sutil recuerdo
que lo hace crepitar.
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Imagen: Kenvin Pinardy.
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Vivimos lo indefinido,
que creamos cada día.
Ilusión a ilusión.
Abrigados de embrujo.
Vivimos como si quedara
un solo año de vida.
Sin medida. Sin límite.
Sin frontera.
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Vivo en el dobladillo de tu falda.
En la almohada que cuida tus sueños.
En las cálidas sábanas que te sofocan.
A los pies de tu cama.
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