En ocasiones,
veo pasear algún anciano
por las aceras de mi barrio
apoyado en los muros,
inclinados sobre un bastón.
Ausentes de prisa.
Sin tiempo.
Me sobrecoge el futuro.
Las ausencias obligadas.
Los recuerdos en los que
podré perder a alguien
que fu importante en mi vida.
Incluso experiencias.
Sensaciones.
Miedos.
Esperanzas.
Observo mi cuerpo,
y miro mis manos
cargadas de venas,
duras como tendones.
Recuerdo las palabras
que nunca quise pronunciar,
y que me persiguen a diario.
Las pieles que no acaricié
O las veces que tiré de las riendas
de este corazón que camina
a base de trompicones.
Siento miedo.
Tristeza.
Imposibilidad.
Desasosiego.
Incluso nostalgia.
Cada día escucho,
con mayor fervor,
las risas de la infancia.
Las promesas
del primer amor.
Esas que nunca nos acompañaron,
más allá del recuerdo y la reivindicación.
Algo que existió alguna vez,
se ha convertido en una cicatriz,
ya no adorna mi cuerpo musculado.
Ayer me bajé del coche.
Invité a mi vecina a llevarla
los doscientos metros que
distaban de su casa.
Me sonrió mientras denegaba
el gesto de apoyo y solidaridad.
Incluso, creo que observé
un destello en la mirada,
parecido a un orgullo
entreverado de reproche.
Me alegré al valorar que,
llegado el momento,
mi propio orgullo llevará
a mi cuerpo cansado
a dar un paso cada vez
hasta la meta de cada día.
Y sonreí
Entre una mirada vidriada.
Una sonrisa de comprensión.
Y el agradecimiento por su guiño.