¡Cómo me gusta esparcir cosas minúsculas por todo el suelo!
Recuerdos de aquel gorrión perdido que alimentábamos con migas de pan hasta que remontaba el vuelo.
La cría de gusanos de seda en una caja de zapatos y la aparición mágica de una mariposa.
Las legumbres con algodón humedecidas hasta que nos enseñaban el germinar de la vida a través de una bote de cristal.
La captura en las presas de peces para el acuario y el fulgor del colorido de sus escamas.
La captura de canarios con falsete y su fascinante sonido al cantar.
Las miles de combinaciones del juego de química, de la caja de juegos reunidos, del mecano o del lego.
Las luchas con espadas hechas con escobillón.
Los trompos tuneados como carracas asesinas.
Los boliches de colores y la extraña habilidad para perderlos.
La ropa de los domingos para ir a misa o al cine.
La fiesta de las barranqueras y sus carreras de barcos de arcilla.
Los arcos fabricados con hojas de palmera y sus flechas de trozos de escoba.
Los neumáticos reconvertidos en flotadores para la playa.
Los interminables veranos.
La vecina de arriba.
Los amigos del barrio de abajo.
El equipaje del barça.
La eterna pelota de fútbol de cada día de Reyes.
Los chicles hinchables a los que se incorporaba una sonrisa estruendosa cuando explotaban.
La ausencia de mala fe.
El cruz y raya para las grandes decepciones.
El primer amor, siempre escondido bajo la timidez.
Los bocadillos de aceite de oliva y azúcar, mas cercanos a la necesidad que al glamour gastronómico.
El robo de la leche condensada de la despensa.
La avidez al comer recortes de hostias sin consagrar.
Los sorbos del fondo de un vaso de vino desprotegido.
Las guitarras y cánticos familiares en cada fiesta de guardar.
Los discos de vinilo y los cassette de ferrocromo.
Los bailes con música lenta y el aroma a colonia.
El primer beso de Carmen.
La vida en blanco y negro.
No soy nadie sin mis recuerdos y todas sus primeras cosas.
Esas que esparzo una y otra vez y que forjaron quien soy.