No me quedan sonrisas propias.
Pero me siento
la crisálida de mi esperanza.
Me despierto,
con la envolvente dependencia
de saber de ti.
Casi siempre superamos
las aflicciones con un llanto.
Unas cuantas lágrimas
desperdigadas entre pliegues
de un rostro agrietado.
Luego, de a poco,
maduramos entre abrazos
más o menos escogidos
y un ramillete de risas
consentidas en el invierno.
Todo esto bajo la promesa
de no inyectarnos el miedo
a través de la piel,
ya que, como sabes,
hacen falta alas
para alcanzar la salida.
Pero, también,
raíces profundas para
recordar
y no dejar de fortalecer
el anclaje de la nueva vida.
Lo quiero todo.
Renuncio a elegir.