Hay una amnistía que no viene dictada por leyes ni sellada por decretos. Una amnistía íntima, secreta, que susurra que no todo lo inacabado está perdido. Que aún estamos a tiempo de mirar atrás sin miedo, de acariciar lo que no supimos terminar y, en lugar de cargarlo, entenderlo.
Buscamos el tiempo como quien persigue una luciérnaga: hipnotizados por su luz, cegados por su fugacidad. Nos convertimos en secundarios de lujo de nuestra propia historia, intérpretes discretos de una obra que no quisimos protagonizar por completo.
Bajo un cielo sin promesas, a años luz del ruido, descompusimos los recuerdos con delicadeza, uno por uno. Como si fueran hongos de miselio tímido, pero fértil, brotando entre grietas y ruinas. Y descubrimos que hasta lo más frágil puede sustentar vida.
Nos obsesiona encontrar el árbol madre —el origen, el refugio, la raíz. Y no lo hacemos por nostalgia, sino por necesidad. Queremos sembrar allí la culpa que aún nos pesa, confiando en que no rebrote, ni siquiera con ayuda artificial. Solo el olvido limpio. Solo la paz fértil.
Queremos una nueva arquitectura: hecha con la geometría del afecto, con los materiales imperfectos de los defectos propios. No buscamos una obra perfecta, sino un refugio real, habitable, donde los escombros no duelan, sino enseñen.
Porque el hombre que renuncia a la decadencia, la trasciende. Y ese hombre, ese tú, ese yo, puede volver a alumbrar pasión en la ceniza.
Porque lo que hicimos —y lo que deshicimos— ya no nos condena: nos esculpe. No fuimos arquitectos de proyectos, sino de emociones. Y aún hoy, desde las ruinas, podemos fundar belleza.