Arquitectura de lo inacabado

lunes, mayo 5, 2025 Permalink 1

Hay una amnistía que no viene dictada por leyes ni sellada por decretos. Una amnistía íntima, secreta, que susurra que no todo lo inacabado está perdido. Que aún estamos a tiempo de mirar atrás sin miedo, de acariciar lo que no supimos terminar y, en lugar de cargarlo, entenderlo.

Buscamos el tiempo como quien persigue una luciérnaga: hipnotizados por su luz, cegados por su fugacidad. Nos convertimos en secundarios de lujo de nuestra propia historia, intérpretes discretos de una obra que no quisimos protagonizar por completo.

Bajo un cielo sin promesas, a años luz del ruido, descompusimos los recuerdos con delicadeza, uno por uno. Como si fueran hongos de miselio tímido, pero fértil, brotando entre grietas y ruinas. Y descubrimos que hasta lo más frágil puede sustentar vida.

Nos obsesiona encontrar el árbol madre —el origen, el refugio, la raíz. Y no lo hacemos por nostalgia, sino por necesidad. Queremos sembrar allí la culpa que aún nos pesa, confiando en que no rebrote, ni siquiera con ayuda artificial. Solo el olvido limpio. Solo la paz fértil.

Queremos una nueva arquitectura: hecha con la geometría del afecto, con los materiales imperfectos de los defectos propios. No buscamos una obra perfecta, sino un refugio real, habitable, donde los escombros no duelan, sino enseñen.

Porque el hombre que renuncia a la decadencia, la trasciende. Y ese hombre, ese tú, ese yo, puede volver a alumbrar pasión en la ceniza.

Porque lo que hicimos —y lo que deshicimos— ya no nos condena: nos esculpe. No fuimos arquitectos de proyectos, sino de emociones. Y aún hoy, desde las ruinas, podemos fundar belleza.

Donde el silencio se queda a vivir

jueves, mayo 1, 2025 Permalink 1

Hay sensaciones que nunca se disuelven.

Quedan suspendidas, como polvo en una habitación que ya nadie habita,

como nombres en una lista que nunca se volvió a pronunciar en voz alta.

No se van. Te impregnan.

Tampoco avanzan.

Simplemente… se quedan.

Hay faltas que nunca se llenan,

ni con días,

ni con rezos,

ni con argumentos.

ni tan siquiera con gritos.

Solo aprendendemos a hacerles sitio dentro,

como se deja una silla vacía en la mesa,

no por olvido, sino por respeto.

Hay emociones que no se aprenden,

te atraviesan sin aviso previo,

como un disparo sordo sobre la piel del alma.

Y hay cariño que no se da,

pero que la sangre grita aunque nadie la escuche.

En algún rincón del mundo,

una madre sigue poniendo un plato de más.

Un padre se detiene frente a una puerta cerrada.

Un niño frio y ausente aún ocupa un pupitre.

Y entonces algo cambia.

No en el corazón —ese ya estaba roto—,

sino en el gesto,

en la voz,

en la mirada que no quiere temblar más.

Allí empieza el reverso del muro.

De la contención.

Del escudo que no brilla pero pesa.

Hay quien aprendió a resistir sin derrumbarse.

A caminar entre escombros sin mancharse de polvo.

A mirar el abismo y no pestañear.

A eso lo llamaron “frialdad”.

Aunque su verdadero nombre era resistencia.

No es que no duela.

Es que si se abre el dique,

la marea lo arrasa todo.

Por eso algunos se quedan detrás del muro.

No por arrogancia,

sino por miedo.

Por pudor.

Por no morir una segunda vez.

Tal vez eternamente.

El que no llora en público

no siempre es indiferente.

A veces es el que más llora por dentro.

Y así —entre la herida y la máscara—

se sostiene un tipo de humanidad que no busca consuelo,

solo aguantar.

Porque hay un momento en el que uno se da cuenta:

que no puede salvar a todos.

Ni entenderlo todo.

Ni llegar a tiempo.

Ni explicar por qué nunca lloró.

Y en ese momento…

no queda más que un grito

que no se suena.

No por cobardía.

Sino porque decirlo lo destruiría todo.

Un grito mudo.

Un grito que sangra sin sonido.

Un grito que es, en sí mismo,

el acto más desesperadamente humano.

el epitafio de las emociones.