Hacia una segunda infancia

lunes, mayo 26, 2025 Permalink 1

Al principio, casi no fluyen palabras.

Solo una nota que se sostiene.

Una presencia que se insinúa en el aire.

Como un recuerdo que aún no ha sucedido.

Hay finales que no terminan.

Se doblan hacia dentro y se abren otra vez.

No son clausura: son umbral.

El lugar donde lo vivido se convierte en lenguaje.

En ese espacio lento, alguien camina.

Sin prisa. Sin mapa.

Busca entre los pliegues del mundo los detalles que nadie mira.

Lo pequeño que sostiene lo grande.

Lo invisible que determina el rumbo.

Y quien pueda, que lo intente.

No para ganar, sino para vivir.

No para huir de las sombras, sino para conversar con ellas.

Perderles el miedo.

Jugar con su forma.

Un rostro.

Una carta.

Una tímida frase que no se dijo a tiempo.

Todo vuelve con otra luz.

Guiones no filmados que se editan en la memoria.

Secuencias que solo existen si alguien las escucha.

Y sonidos que disuelven la selva del pensamiento.

Como un golpe suave en el pecho.

Como un río que se curva al ser mirado.

Se camina entre apagones y destellos.

Se cruzan cartas sin remitente.

Se buscan los puntos ciegos donde no hay relato previo.

Donde el viento —sí, el viento— puede arder.

Más allá del aliento de un dragón.

Entonces cantamos.

No para llenar el silencio, sino para darle forma.

Como un profeta que sabe que su palabra no es destino, sino pregunta.

Como quien madura hacia una segunda infancia.

Juega, pero juega en serio.

Un puente.

Una mariposa que no estaba prevista.

Un pensamiento que se escapa para hacerse gesto.

Y una piedra que cae al agua.

Con cada onda, nace una historia.

Una crisálida se abre.

No hace ruido, pero deja un perfume.

Hay física en eso.

Física sin ecuaciones: la de lo sagrado sin dogma.

La de las sentencias que enseñan sin imponer.

Lo elemental.

Lo esencial.

Lo que sostiene esta y otras vidas.

Y ahí, justo ahí,

cuando la música se repliega

y el último hilo de sonido se disuelve,

queda lo importante.

La gente luminosa.

La que no brilla sola.

La que arde sin quemar.

Manifiesto del doble exilio

miércoles, mayo 21, 2025 Permalink 0

Hay un doble exilio en la verdad.

Uno es no poder decirla.

El otro es decirla y que no importe.

También en las crónicas hay ruina.

Escollos, zancadillas, silencios sin testigos.

No somos inmortales,

y vivir es una rara avis.

Pero estamos aquí.

Con la carne abierta. Con los párpados pesados.

Sorteando vallas sin gloria ni derrota.

Solo caminar. Superar.

Como si esa fuera nuestra historia más honesta:

no caer ante la última valla.

Hay una tenue brillantez en la soledad.

Pero incluso ella —la soledad—

necesita de una mirada comprensiva.

Una que no hiera. Una que no exija.

Estar siempre cansa.

A veces necesitamos un cuento,

no para olvidar,

sino para dormir un poco

y dejar de golpearnos con nuestra propia narrativa.

No somos autoficción.

Ni castigo.

Somos tentativa.

Somos un intento.

Y aunque esté mal hecho,

hacerlo ya es construir.

Hacerlo con todas las voces.

Las que deben estar.

Las que ayudan en esta tarea titánica de comprender.

Construir un mundo

sobre otro que arde

es brutal.

Y más cuando nadie entiende lo que haces.

O peor: cuando fingen que no lo ven.

Este mundo es un ascensor caprichoso.

No tiene lógica.

Solo teatro.

Un teatro que se enquista,

que se arrastra con nosotros

hasta la siguiente escena.

Y no es que sea malo.

Es que a veces,

solo a veces,

podríamos obviarlo

aunque sea por caridad.

Canarias no se explica, se habita

domingo, mayo 11, 2025 Permalink 1

Canarias no se explica.
Se intuye en el eco de una cueva milenaria.
Se huele en el gofio amasado y en el mar bravío que nunca calla.
Habita en la piel, en la memoria, en el alma curtida por soles sin calendario,
y por sombras que protegen, perfumando las tardes entre la familia, amigos y añoranza.

Aquí aprendimos a vivir entre la tierra que respira
y el amanecer que no promete, pero siempre vuelve.
El volcán nos parió desnudos, pero con un alma fraguada.
Y aunque tiemble, nunca huimos.
Siempre la habitamos.
Porque nuestra raíz no se arranca, se incrusta.
Y si alguna vez partimos,
llevamos una piedra —de playa o de volcán— en el bolsillo,
para que nos recuerde siempre de dónde venimos y a dónde debemos volver.

Fuimos cueva, fuimos barco, fuimos ladera, fuimos playa, fuimos arena.
Nuestros antepasados cruzaron océanos de sal,
con más fe que certeza, con más canciones que esperanza.
Hoy recibimos a quienes buscan lo mismo que una vez tratamos de encontrar:
pan, dignidad y un pedazo de cielo, con nombre propio,
con las iniciales de la esperanza grabadas a fuego.

Los sonidos de Canarias no solo los crea el capricho del viento entre los tarajales,
ni el eco de las chácaras en las tardes de fiesta.
Juegan con la risa de los niños,
duermen en la memoria del pueblo,
y bailan al ritmo de nuestra historia.
Están en la mirada sabia del viejo que recuerda sin hablar,
y en la pena callada de quienes esperan a alguien que nunca volvió.

Aquí la alegría baila con la nostalgia.
Las romerías no ocultan el duelo, lo abrazan.
Porque sabemos que la tristeza también camina con flores en el pelo.
El tambor de nuestra fiesta también late por la ausencia.

Ocho islas, un corazón.
Ocho voces que cantan distinto, pero laten igual.
Desde el magma fundido de El Hierro hasta la arena dorada de Fuerteventura.
Desde las calderas de fuego en La Palma hasta la ternura callada de La Graciosa.
Desde las verdes entrañas de La Gomera hasta los riscos sagrados de Gran Canaria.
Desde la arena negra bajo la justicia del sol de Lanzarote,
hasta la majestuosidad del Teide en Tenerife,
en el que alguna vez corrió lava,
y hoy cobija bajo su manto un calor que perdura.

Todas únicas.
Todas vivas.
Todas nuestras…
Todas nuestras.

Somos historias, somos cuevas, somos playas.
Somos campos que siempre florecen.
Somos costuras de emigrantes y sueños bordados con paciencia.
Somos la sal que se incrusta, pero cura.
Y la arena que no se agarra, pero que prende el corazón
a través de la piel que nunca fue callada.

Canarias es el lugar donde los silencios son respeto,
donde la tierra tiembla, pero el alma nunca descansa.
Donde el mar no separa, sino enseña.
Donde cada mirada es un legado.
Y cada baile, una alegría que nunca se olvida.

Canarias no es solo un lugar apartado en un mapa,
olvidado entre centenares de libros escritos en mala hora o a desgana.
Es el punto del alma.
Una estrella sin nombre que ancla el horizonte y orienta al que ama.
Es una historia que nunca estará cerrada.
Es un canto abierto.
Un suspiro antiguo.
Una promesa viva.
Un hogar que no necesita del grito,
sino que se habita eterno.

Arquitectura de lo inacabado

lunes, mayo 5, 2025 Permalink 1

Hay una amnistía que no viene dictada por leyes ni sellada por decretos. Una amnistía íntima, secreta, que susurra que no todo lo inacabado está perdido. Que aún estamos a tiempo de mirar atrás sin miedo, de acariciar lo que no supimos terminar y, en lugar de cargarlo, entenderlo.

Buscamos el tiempo como quien persigue una luciérnaga: hipnotizados por su luz, cegados por su fugacidad. Nos convertimos en secundarios de lujo de nuestra propia historia, intérpretes discretos de una obra que no quisimos protagonizar por completo.

Bajo un cielo sin promesas, a años luz del ruido, descompusimos los recuerdos con delicadeza, uno por uno. Como si fueran hongos de miselio tímido, pero fértil, brotando entre grietas y ruinas. Y descubrimos que hasta lo más frágil puede sustentar vida.

Nos obsesiona encontrar el árbol madre —el origen, el refugio, la raíz. Y no lo hacemos por nostalgia, sino por necesidad. Queremos sembrar allí la culpa que aún nos pesa, confiando en que no rebrote, ni siquiera con ayuda artificial. Solo el olvido limpio. Solo la paz fértil.

Queremos una nueva arquitectura: hecha con la geometría del afecto, con los materiales imperfectos de los defectos propios. No buscamos una obra perfecta, sino un refugio real, habitable, donde los escombros no duelan, sino enseñen.

Porque el hombre que renuncia a la decadencia, la trasciende. Y ese hombre, ese tú, ese yo, puede volver a alumbrar pasión en la ceniza.

Porque lo que hicimos —y lo que deshicimos— ya no nos condena: nos esculpe. No fuimos arquitectos de proyectos, sino de emociones. Y aún hoy, desde las ruinas, podemos fundar belleza.

Donde el silencio se queda a vivir

jueves, mayo 1, 2025 Permalink 1

Hay sensaciones que nunca se disuelven.

Quedan suspendidas, como polvo en una habitación que ya nadie habita,

como nombres en una lista que nunca se volvió a pronunciar en voz alta.

No se van. Te impregnan.

Tampoco avanzan.

Simplemente… se quedan.

Hay faltas que nunca se llenan,

ni con días,

ni con rezos,

ni con argumentos.

ni tan siquiera con gritos.

Solo aprendendemos a hacerles sitio dentro,

como se deja una silla vacía en la mesa,

no por olvido, sino por respeto.

Hay emociones que no se aprenden,

te atraviesan sin aviso previo,

como un disparo sordo sobre la piel del alma.

Y hay cariño que no se da,

pero que la sangre grita aunque nadie la escuche.

En algún rincón del mundo,

una madre sigue poniendo un plato de más.

Un padre se detiene frente a una puerta cerrada.

Un niño frio y ausente aún ocupa un pupitre.

Y entonces algo cambia.

No en el corazón —ese ya estaba roto—,

sino en el gesto,

en la voz,

en la mirada que no quiere temblar más.

Allí empieza el reverso del muro.

De la contención.

Del escudo que no brilla pero pesa.

Hay quien aprendió a resistir sin derrumbarse.

A caminar entre escombros sin mancharse de polvo.

A mirar el abismo y no pestañear.

A eso lo llamaron “frialdad”.

Aunque su verdadero nombre era resistencia.

No es que no duela.

Es que si se abre el dique,

la marea lo arrasa todo.

Por eso algunos se quedan detrás del muro.

No por arrogancia,

sino por miedo.

Por pudor.

Por no morir una segunda vez.

Tal vez eternamente.

El que no llora en público

no siempre es indiferente.

A veces es el que más llora por dentro.

Y así —entre la herida y la máscara—

se sostiene un tipo de humanidad que no busca consuelo,

solo aguantar.

Porque hay un momento en el que uno se da cuenta:

que no puede salvar a todos.

Ni entenderlo todo.

Ni llegar a tiempo.

Ni explicar por qué nunca lloró.

Y en ese momento…

no queda más que un grito

que no se suena.

No por cobardía.

Sino porque decirlo lo destruiría todo.

Un grito mudo.

Un grito que sangra sin sonido.

Un grito que es, en sí mismo,

el acto más desesperadamente humano.

el epitafio de las emociones.