No es fácil hacer un ensayo sobre la dimensión moral y los demonios personales de la infancia, ¿sabes? El progreso duele, pero duele mucho más cuando se han creado mundos que antes no existían y que luego no conseguimos que se plasmen. Intentamos siempre asombrar al mundo con lo que somos capaces, y cuando la muerte perdona a uno y escoge a otro, es como… de alguna manera, y aunque sea simbólicamente, eternamente doloroso.
A mí me gustaría que la vida fuera una fábula genial sobre la clase de las cosas. Una mezcla entre la clase y la elegancia. Que tuviéramos la capacidad de ser unos artistas hiperactivos de la intimidad, de lo sobradamente sentido y poco expresado. Ir siempre tras las huellas, las que sean, pero huellas. Reconocer la belleza de vivir, aunque no consigamos vivir como queremos.
Al fin y al cabo, vivir es desbrozar el día a día. Es jugar con la diáspora de esa revolución poética que es el aliento y los gritos de desesperanza envueltos unos con otros, y a veces sin claros límites entre ellos. Ese idilio y desencuentro permanente entre la satisfacción y la frustración. La capacidad de escribir un gran libro que nos ilumine. No solo a nosotros por escribirlo, sino a quienes son capaces de leerlo.
Trasladar la alegría de vivir. Que nada está tan mal con respecto al mundo. Lo que es cuestionable es cómo nos miramos. Esa falta de imaginación, falta de… de aprecio que tenemos de las cosas. De la certeza que estamos más centrados en recibir que en dar.
No sé, hay veces que me gustaría que las experiencias de la vida nos cojan por sorpresa. Hacer cada vez un mejor oficio de la confusión espontánea, mezclar la realidad y la ficción. Al fin y al cabo, todo es como lo quieras valorar, no solo de como realmente existe.