Hay noches en las que el cuerpo habla un idioma que solo las almohadas comprenden. Donde los pliegues de la piel se convierten en versos no escritos, y los silencios en la antesala de un poema sin métrica, pero con memoria.
Tus bolsillos —sí, los invisibles— guardan caricias que aún no han nacido, guiños que se quedaron esperando, suspiros que prefieren esconderse antes que rendirse.
Y en la curva final de tu espalda, ese rincón donde se doblan los secretos, se derrama una copa de champagne que no bebimos, pero que burbujea todavía en la piel, como si el deseo pudiera ser embotellado, como si la ternura se pudiera brindar sin romper el cristal.
Improvisamos, sí. Porque no todo lo hermoso se planea. Porque hay magia que solo ocurre cuando la noche se olvida del reloj y las sábanas hacen de escenario. Improvisamos… como quien baila sin música, pero con el ritmo perfecto de una respiración compartida.
Y al final, queda la poesía enredada en las fibras del colchón, como un eco que no se apaga, como una promesa que no hace falta mencionar.
Quiero deconstruir tu cuerpo. No con violencia, no con premura. Con el cuidado con que se deshace un nudo de seda. Parte a parte. Sin perder el aliento. Sin ganarlo todo de golpe. Comienzo por tus ojos. Esa rendija de luz donde la noche se refugia para sentirse segura. No los miro, los habito. Camino por la pupila como quien cruza un puente hacia lo desconocido. Y no caigo. Me dejo caer. Tu pelo: un campo de trigo en tormenta, cada hebra un verso suelto, una pregunta que no se formula porque ya se siente. Después, tus labios. Ahí donde mueren las guerras y nacen los pactos. No los beso. Los escucho. Porque cada línea de ellos conoce historias que ni tú misma te atreves a recordar. La nuca. Esa llanura donde empieza el temblor. Donde el vértigo toma forma. La recorro como quien busca el inicio del mundo. La clavícula. Ese hueso que corta el aire y ofrece la piel. Una repisa para los suspiros más frágiles. Ahí coloco mi silencio. El que pesa. El que abriga. Hombros, pecho, ombligo… No son estaciones, son rituales. Pequeños altares donde la devoción no se finge, se respira. Y respiro de ti hasta perderme. Redescubro lo placentero no como un fin, sino como un mapa de cicatrices dulces. Como lava que aún conserva el calor de su furia. Como lluvia que no empapa, sino despierta. Como mar que no separa, sino sostiene. Cada línea de tu cuerpo es un verso que no quiero rimar, solo sentir. Y en el recorrido, dibujo amaneceres que no existen aún, pero ya se intuyen en los rescoldos del aire. No hay prisa. No hay nombre. Solo un tacto que no se posa… se entrega. Una seducción que no culmina en la piel, sino en ese silencio ensordecedor que llega cuando el alma ha sido tocada. Y consiente. ¿Te atreves tú ahora… a reconstruirte?
Hay himnos que no se cantan, se inmolan. Nacen del eco del mutismo, de la verdad que asfixia entre los dientes. Son himnos malditos, no porque traigan ruina, sino porque abren cajas de sorpresas selladas con espanto, con cicatrices que solo pueden ser contadas al oído de la noche.
Son melodías que no suenan, pero que aplauden desde dentro, y nos obligan a fantasear como última defensa. El fantaseo no es una huida: es el arte de reconstruirse cuando te sientes fracturado.
Sin huellas no hay historia. No hay narrativa sin el polvo del camino ni piel sin haber sido tocada. Las emociones, cuando se recorren con coraje, crean raíces en cada paso y dejan constancia de que estuvimos, de que amamos, de que nos entregamos.
Vivir sin haber caminado por dentro es como leer sin comprender, como besar sin cerrar los ojos. Quien no se ha perdido no conoce el arte de reencontrarse.
Por eso, transitar desde la crudeza hasta la ternura no es cobardía, es una forma de ser compasivo sin permiso ni salvoconducto. Y hay una juventud que no depende de la piel, sino de la capacidad de seguir emocionándose. Aunque esté sobrevalorada, ser joven es conservar la capacidad de sollozar por lo bello y de reír en medio de la locura.
En el amor, como en la vida, las travesías deben ser transitables. No hay que vivir en la simbología excesiva, sino en el gesto pequeño, en el temblor que no se explica, en el roce que no deja marca, pero colorea la memoria.
No estamos para custodiar altares, sino para bailar sobre sus ruinas, para buscar sentido incluso cuando el mundo arde sin razón. Porque el verdadero arte de amar no es conquistar, es compartir.
Y el verdadero arte de vivir no es resistir, es sentir sin anestesia, como si cada día fuera un himno… de esos malditos que solo entienden los que alguna vez se atrevieron a abrir su alma sin saber si alguien la cuidaría.
Hay espadas que no buscan guerras, que no se forjan para la gloria, ni esperan ser alzadas en nombre de ningún reino. Hay espadas que nacen ya envainadas… en el alma. Y a veces, sin previo aviso, se desenfundan solas.
No se alzan para proteger, ni para herir. Simplemente duelen. Duelen como lo que uno no ha elegido ser.
Una espada así te desangra por dentro. No porque atraviese a otros, sino porque te recuerda quién eres cuando nadie pronuncia tu nombre, cuando ya no hay batalla ni enemigo, solo queda el eco de tu propia historia.
Nunca lo superas del todo. No se puede. Ni gran siquiera lo intentas. Solo aprendes a caminar con la herida abierta. A hacer de la piedra que te golpeó, la piedra donde alzarte. Porque no hay otro suelo más firme que el que uno conquista.
Algunos nacen con linaje. Otros lo conquistan a fuerza de silencio, esfuerzo e incomprensión. Y a veces, el bastardo que todos ignoraron termina siendo el único digno de coronarse en su propio nombre. No por derecho, sino por verdad.
Lo que fuimos es el filo. Lo que somos, la empuñadura. Y lo que seremos… lo transformamos en luz, en compromiso, en propósito.
Porque al final, somos el momento. Somos ese instante entre el pasado que nos hizo y el futuro que nos desafía. Y lo único que de verdad vale, es lo que hacemos con esa herida que aún nos late.
Al fin y al cabo, si leemos, no es para aprender. Es para transformarnos. Para encontrar en otros el valor que a veces olvidamos en nosotros mismos. Para entender que no estamos solos. Y que incluso con la espada incrustada, aún podemos ser reyes de lo que sentimos.
Nadie pide nacer así. Marcado por la sombra de un nombre ausente, educado entre las grietas del honor ajeno y obligado a forjar con sus manos lo que otros recibieron en cuna de oro.
Pero nunca huyó. Ni tan siquiera lloró.
Calló cuando era más fácil gritar. Avanzó cuando todo parecía una retirada. Y cuando le ofrecieron la corona… cuando por fin el mundo le dijo reina, eligió servir.
Entendió que renunciar a reinar no es abdicar del poder. Es liberarse de la vanidad del trono para abrazar la verdad del camino. Es comprender que servir no es un escalón inferior, sino la cumbre suprema del alma.
Esa espada envainada en el pecho no necesitaba tronos para sangrar
ni batallas para justificar su existencia. Luchaba por dentro. Por todos. Por una idea.
Y así, renunció. Renunció a reinar para seguir trabajando. Para seguir sirviendo. Para seguir creciendo.
Porque crecer no exige una corona, sino acallar cicatrices. Porque liderar no es imponerse desde arriba, sino sostener desde abajo. Porque su legado no era gobernar…sino transformar.
Ese fue su legado. El que no se ve, pero permanece.
Cuando llegue la última noche, no morirá como un rey. Lo hará como un hombre.
Hay algo en las aves que nos sobrepasa. Algo que va más allá del vuelo, del trino, del agitar de alas que corta el cielo como un suspiro visible.
Cuando pensamos en ellas, no pensamos en la rama que las sostiene, ni en el barro que pisaron, ni en la lluvia que a veces las sorprende sin nido. Pensamos en el aire que conquistan. Pensamos en lo que nosotros no somos capaces de hacer.
Y sin embargo, no podemos estar ciegos a la belleza.
Cuando no vemos criaturas aladas en el cielo, tendemos a crearlas en la imaginación. Porque el alma humana necesita alas, incluso si no las lleva puestas.
Necesita creer en aquello que no huye, sino que explora. Que no canta solo cuando es feliz, sino incluso cuando duele. Necesitamos ese ejemplo de los que se levantan del alambre para surcar el día —y también la noche.
Las aves vuelan sin fronteras, pero no sin propósito.
Vuelan por sus miedos, por su libertad, por su familia. Vuelan porque hay algo en la tierra que las llama tanto como el cielo.
Son los locos del fin del mundo.
Pero no un mundo que termina, sino uno que comienza.
Un génesis espiritual que no deberíamos perder.
Se reclaman entre ellos, sin exigir posesión. Se posan, se marchan, regresan.
Comparten sin dividir. Cantan sin competir. Revolotean ante cada descubrimiento como si fuera el primero. No se pasan la vida huyendo de sí mismos.
Tal vez por eso duele tanto cuando desaparecen del cielo.
Porque nos dejan solos frente a lo que no sabemos nombrar:
No es fácil hacer un ensayo sobre la dimensión moral y los demonios personales de la infancia, ¿sabes? El progreso duele, pero duele mucho más cuando se han creado mundos que antes no existían y que luego no conseguimos que se plasmen. Intentamos siempre asombrar al mundo con lo que somos capaces, y cuando la muerte perdona a uno y escoge a otro, es como… de alguna manera, y aunque sea simbólicamente, eternamente doloroso.
A mí me gustaría que la vida fuera una fábula genial sobre la clase de las cosas. Una mezcla entre la clase y la elegancia. Que tuviéramos la capacidad de ser unos artistas hiperactivos de la intimidad, de lo sobradamente sentido y poco expresado. Ir siempre tras las huellas, las que sean, pero huellas. Reconocer la belleza de vivir, aunque no consigamos vivir como queremos.
Al fin y al cabo, vivir es desbrozar el día a día. Es jugar con la diáspora de esa revolución poética que es el aliento y los gritos de desesperanza envueltos unos con otros, y a veces sin claros límites entre ellos. Ese idilio y desencuentro permanente entre la satisfacción y la frustración. La capacidad de escribir un gran libro que nos ilumine. No solo a nosotros por escribirlo, sino a quienes son capaces de leerlo.
Trasladar la alegría de vivir. Que nada está tan mal con respecto al mundo. Lo que es cuestionable es cómo nos miramos. Esa falta de imaginación, falta de… de aprecio que tenemos de las cosas. De la certeza que estamos más centrados en recibir que en dar.
No sé, hay veces que me gustaría que las experiencias de la vida nos cojan por sorpresa. Hacer cada vez un mejor oficio de la confusión espontánea, mezclar la realidad y la ficción. Al fin y al cabo, todo es como lo quieras valorar, no solo de como realmente existe.