La canción más bella del mundo tiene tu nombre
aun sin poder pronunciarlo.
No tiene partitura ni melodía fija.
No suena en los teatros, ni en las radios, ni en las galas de premios.
Y sin embargo, la escribimos cada día.
Con cada verso de silencio, con cada susurro no dicho,
con cada instante que roza lo invisible y se queda a vivir en nosotros.
La canción más bella del mundo suena
cuando se ríen los niños sin saber por qué,
cuando la lluvia no moja, sino acaricia,
cuando el verde no es solo color, sino estado del alma,
cuando el rojo no arde, pero avisa.
Suena cuando el rostro está lavado,
pero aún guarda cicatrices invisibles que ya no duelen.
Cuando el humo de un puro no ahoga,
sino acompaña en la contemplación.
Cuando la luz cambia y con ella, nosotros.
Cuando las hojas de las palmeras se inclinan sin rendirse,
cuando un farolillo moribundo aún insiste en alumbrar
como si supiera que su final también ilumina.
La canción más bella del mundo se escribe
en lo que no se mueve, pero contiene la historia:
un barco inmóvil con velas desplegadas
sobre una encimera que ya es océano.
Un reloj de arena detenido que sólo espera una mano.
Una piedra que no quiere ser joya,
solo estar, solo ser.
Un caballo de jade que galopa inmóvil
sobre una pradera de papeles escritos a medias,
sobre la pátina verde de lo vivido,
como si el tiempo le hubiera perdonado la prisa.
Un gramófono que ya no gira,
pero guarda la memoria del primer baile,
de la voz que cantó antes de que supiéramos llorar con la música.
Y ahí, justo ahí, en ese instante suspendido,
cuando todo te rodea sin exigirte nada,
cuando el silencio te arropa sin juicio,
cuando no buscas el límite de las cosas
porque estás demasiado ocupado en sentirlas…
Ahí es cuando la canción se completa.
No porque tenga un final.
Sino porque no lo necesita.
