Bendito verano.
Me permite caminar por la orilla de mar.
Dejar que la arena juegue entre mis dedos.
Inmediatamente recordé las cosquillas
con que volvía a mi casa por el roce de tu mano.
Una alegoría a la felicidad que depuse en las calles.
Y se extravió mientras la juventud caducaba.
Siempre tuvimos la amistad necesaria para consolarnos,
en el sutil reflejo que emana la estrella polar.
Un poco de verdad nunca creó tanta distancia,
como el adiós silencioso de tu juventud.
Largas conversaciones en el silencio de la noche
que nunca fueron pronunciadas ni renacieron.
Los largos paseos hacia la fiesta del barrio.
De ida siempre. Nunca de vuelta.
Madrugadas donde buscaba la luz
y solo me encandilaban las farolas y alguna lágrima,
mientras buscaba una puerta abierta donde las sombras
escondieran tus brazos traviesos y me constriñeran.
No me jugué la vida y me llevé un triste reintegro,
con el que no me reconozco porque siempre quise más.
Hoy vives entre mis manos y mi cabeza.
O lo poco que queda de ella.
No encuentro la manera de rastrear tu aroma.
Me gané una poca de nostalgia para toda la vida
y una reina para el exilio que se recuesta en mi cama.
He aprendido a vivir en la efervescencia de la espuma de mar.
Muero con ella una y otra vez en mi propio infierno.
Añoro las nanas que calmaban la mente y el espíritu.
Aquellas en que el viento y la sal sabían a algodón de azúcar.
Hoy aspiro el aroma de las algas buscando un leve murmullo.
Hasta que mis pies se cortan con el ampuloso filo del coral.
Al fin y al cabo,
es triste mirar atrás
y tan solo encontrar
el eco de tus huellas.