Nunca desapareció

miércoles, abril 9, 2025 Permalink 0

Nunca desapareció.
Solo estaba latente,
como el susurro de una llama que aún no ha elegido arder.
Esa parte de nosotros que se esconde sin huir,
que calla sin rendirse,
que espera su hora en silencio…
porque sabe de su retorno.

Y sin saberlo,
negociábamos la vida eterna con gestos cotidianos:
un café que no necesitaba palabras,
una frase suelta en medio del ruido,
una risa que no sabíamos que era promesa.

Éramos personajes extraordinarios,
no por lo que hicimos,
sino por lo que nos atrevimos a imaginar.
Conversábamos con lo invisible,
dibujábamos lo que aún no había pasado.

Jugábamos a que sentir fuera siempre presente.
Y lo conseguimos.

Nuestra vida fue una ofensiva prolongada
contra el letargo de los sentimientos.
Nos negamos a la primavera con fecha de caducidad.
Queríamos florecer incluso en otoño,
incluso rotos.

Éramos el eco de los primeros cuentos,
de los que se contaban sin finales,
porque el final era vivir.
Y en aquellas tardes con olor a ropa tendida,
bajo eclipses que nadie miraba salvo nosotros,
levantábamos nuestra historia sin pedir permiso.

Creamos un mandamiento nuevo,
sin tabla ni trueno:
“No recordarás.”
Y lo quebramos sin culpa.
Porque recordar no nos ataba:
nos salvaba.
Olvidar era traición.
Y recordar…
¡ay, amiga mía!
Recordar era vivir.

Y vivimos estaciones de paso
como si retozaran en el infinito.
Como si el tiempo fuera un juego
y la memoria, un país sin frontera.

Entonces entendimos:
la diferencia no separa,
revela.

La rareza no aísla,
resplandece.
La distancia no enfría,
enciende.

Y las caricias…
esas,
no necesitan explicación.
Ni tan siquiera ceremonia.
Simplemente salvan.
Cada uno al otro.
Cada otro al uno.
Como si hubiéramos venido al mundo a eso.
A reconocernos en la piel del otro.
A ser lugar.
A ser morada.
A ser hogar.

Y tú,
que sabías callar con maestría,
me enseñaste que hay silencios que no se rompen…
se habitan.