Hace tiempo que los trenes no dejan su sonido sobre los raíles de este destino intermitente y caduco que nos rodea. Sin embargo, imperceptiblemente nunca recordamos que había un banco de madera cuyas patas estaban tan nacidas a la tierra que habían creado sus propias raíces. Un banco de madera que tenía como única flor un aroma, un aroma intangible, el aroma de todos los pasajeros que pasaron por la estación y que reposaron sus huesos sobre él.
De vez en cuando miraba de manera soslayada aquella campana olvidada y oxidada por una pátina de tiempo silencioso y de ansia de volver. Cuando el viento tintineaba sobre su piel, trataba de jugar con la cuerda de un reloj que nadie recuerda. Aquel que cantaba las horas como el viejo bolero que decía: «reloj, no marques las horas porque mi vida se acaba».
Rebotando de estación en estación llegamos por raíles en diversos sentidos. No te esperaba y sin embargo te encontré. Te despedías del aire, te despedías de una bocanada de ilusión que te pudiera dar fuerza para dar el siguiente paso. Una vez que pasaba, llegaba el eco de la noche. Una vez que pasaba, llegaba el eco de tus pies, de tu camino, de tu desnudez. Y sobre el bolso, aún raído por tantas cartas escritas no correspondidas, te atrevías a depositar una que decía: «si te atreves a leer, ábrela».
Y esa carta, la que temblaba bajo el peso leve de la noche, no tenía destinatario porque sabía que el que debía leerla aún no se reconocía por su nombre. Era una carta para quien hubiese perdido algo… o a alguien. Para quien alguna vez amó sin regreso, esperó sin tren, o lloró sin testigo.
El banco, silencioso guardián, no juzgaba ni preguntaba. Solo ofrecía su madera templada por ausencias como un abrazo de alguien que ya no está, pero aún guarda el calor.
Y tú, sin saber si eras viajero, fantasma o estación misma, dejaste que tus dedos temblaran. No por miedo al papel, sino por lo que podría devolverte al abrirlo. Porque a veces no se teme al dolor, se teme al eco. A ese instante en que una palabra escrita resucita todo lo que habíamos logrado olvidar.
Y allí, bajo la campana que no sonaba, con el reloj quieto y la luna exacta, rompiste el sello. No por valor, sino por rendición. Y eso fue el acto más valiente de la noche.
«Duerme», decía el alma, cansada de soñar en silencio. Pero «canta», pedía la última hebra de lucidez que no quiso rendirse, como si aún creyera que una nota puede curar lo que mil gritos no pudieron.
Y en ese cruce de caminos —donde no hay andén ni destino fijo— algo dentro de ti susurró: «Únete. Da vida. No esperes más. Entrégate.»
No había heroicidad. Solo un llamado.
Porque toda la ilusión que se desangró en aquellas cartas aún estaba allí, pegada al reverso del papel, esperando que alguien la tocara y reconociera su voz.
No necesitabas ser tú. Ni otro. Solo alguien capaz de mirar con ternura la herida sin cerrarla.
No hacía falta ser recuerdo, porque quien te buscó no quería tenerte en el pasado, sino en el presente que late aunque tiemble.
No buscaba respuestas. Buscaba tormenta. Un trueno en cada latido, una ola de sangre que surcara las cicatrices como si fueran mapas de regreso.
Y lo entendiste: no fue falta de correspondencia. Fue falta de tiempo, de silencio, de coraje para ir al fondo de uno mismo y encontrar ese latido diminuto… ese que se ahoga mientras grita, esperando que tú —solo tú— vayas a salvarlo.
Cuando la vida te da ceguera, no es solo que dejes de ver. Es que el mundo pierde sentido. Tu abecedario emocional se desvanece, las letras del alma se mezclan, y las palabras que antes te definían ahora solo hacen ruido.
Tu izquierda ya no reconoce a tu derecha. Tu pie no recuerda cómo avanzar. Tu alma, exhausta, se detiene. Tu cerebro colapsa, como si se negara a seguir procesando sin esperanza.
Y entonces entiendes que no es cuestión de descansar, ni de volver a como eras. Es momento de disrupción. De romper el molde que ya no contiene. De imaginar un mundo nuevo donde puedas reconstruirte sin pedir permiso.
Una nueva ilusión. Un nuevo proyecto. Una nueva batalla.
Y tú… como siempre… saldrás a ganarla.
No porque no tengas miedo. Sino porque en medio del caos, todavía sabes elegir luchar con el alma.