Bajo una fórmula secreta sin pretensión de alquimia.
A veces se encuentra en una palabra mal colocada,
otras, un gesto que no buscaba testigos.
Y es que hay que intentar ser sencillo,
porque no siempre lo profundo es lo que más grita.
A veces, simplemente se deja caer como una hoja en otoño.
Buscamos tramas accesibles,
no porque el mundo sea simple,
sino porque el alma —aun cuando está abatida—
agradece los caminos sin niebla.
Nunca volamos tan alto como pensamos.
Pero al fin y al cabo…
volamos.
Y eso basta.
Con cada emoción,
le damos un golpe magistral a nuestro futuro,
como quien talla con ternura la herida que tarda en cicatrizar.
No debemos ser náufragos de identidad,
varados en playas ajenas,
esperando que alguien nos diga qué bandera debemos izar.
Y en medio de todo…
emerge el concepto callado, casi místico:
los colores del silencio.
No son tonos apagados.
Son pigmentos que no se observan a primera vista,
como aquella voz que no se dijo,
como el abrazo que nunca llegó,
como la mirada que intuyó sin preguntar.
Nos obsesiona la posibilidad de atrevernos a contar,
aunque el relato esté lleno de estrías torcidas.
La imaginación artificial —forzada quizás—
no es un fraude, sino una promesa imperfecta
de lo que creamos cuando dejamos de tener miedo.
Entonces miramos a los lados.
Y buscamos otras miradas furtivas.
Furtivas, sí,
pero también necesarias.
Porque no todo vínculo empieza con un saludo
A veces surge con la complicidad de gestos y palabras.
Vivimos entre relaciones disociadas,
como piezas que no encajan del todo,
pero que aprenden a sostenerse por fricción,
creando nuevas formas.
Y allí, entre el silencio y lo no pronunciado,
crece una perspectiva inédita:
una forma nueva de estar sin dominar,
de querer sin poseer,
de compartir sin exigir.
Seguimos amontonando retrospectivas,
como quien archiva tormentas y sonrisas en el mismo cajón.
Pero seguimos. Siempre seguimos.
Porque hay algo que no sabemos nombrar,
y que nos espolea con una dulce fuerza.
la búsqueda de la simpatía palpable.
Nunca la del gesto vacío,
sino la que se siente como un calor en el pecho
cuando alguien, al fin,
nos entiende y acepta.