Viajamos con las hadas.
No por creer en la magia, sino por necesidad.
Por esa necesidad infantil y brutal de pensar que hay un lugar —algún lugar— donde la ternura no muere nunca. Y mientras volábamos, dijimos adiós.
Adiós a un río de sensaciones que ya no supimos cruzar sin mojarnos los párpados.
La noche era nuestra, lo fue.
Y la memoria es la casa perenne que nos queda cuando ya no hay cuerpo al que regresar.
Una casa hecha de hojas que no caen, que no crujen, que nos esperan.
Un refugio construido en tierra baldía, donde nadie más quiso sembrar…
pero donde nosotros aprendimos a florecer a pesar del polvo.
“Recuérdanos.”
No es una súplica. Es un conjuro.
“Recuérdame para vivir”, no porque me haya ido, sino porque estoy hecho de las veces que quisiste quedarte.
¿Cómo se empieza nuevamente cuando todo ha comenzado ya?
¿Cómo se aplaca el corazón de la bestia, si la bestia… eres tú, cuando amas sin redención?
Bajo los árboles donde nadie te ve,
yo te adivino.
Adivino tus manos cuando acarician el aire con la forma que tenía mi nombre.
Adivino tus pestañas cuando titilan como las ventanas de una ciudad que aún dormita.
Damos un paseo por los museos del mundo sin movernos del tacto de tu piel.
Todo el arte se resume en una respiración que compartimos,
como si lo sagrado no estuviera en los altares sino en los silencios entre nuestros dedos.
Estas historias que hacemos —que deshacemos—
nacieron para las tardes largas donde no hay reloj, solo sombra y vino,
y tú, inevitablemente,
mi postre favorito.
Una romería de besos guardados, de caminos que aún esperan ser recorridos.
Ecos de lo sagrado,
pero no lo de los dioses,
sino de lo humano,
de lo íntimo,
de lo verdadero.
Otros escribirán sobre el amor.
Nosotros lo hemos sellado.
No con tinta, sino con la carne.
Con cada despedida que fue un regreso.
Con cada “me quedo” que escondía un “me duele”.
El sello de nuestra verdad no es un símbolo.
Es una herida luminosa que jamás cicatriza…
y por eso, nunca se olvida.