Te reconoceré a través de los siglos,
incluso en cada una de mis vidas.
Eres mi destino.
Incluso hiriéndome de muerte,
renacería en ti,
sólo para arrodillarme y venerar nuestro encuentro,
siempre que fueras parte de él.
Y aun si el tiempo se quebrara en mil espejos rotos,
me sumergiría en cada reflejo,
aunque sangren las yemas de mis dedos,
aunque cada imagen sea una promesa que no supo cumplirse,
una despedida sin liturgia,
una ausencia que nunca aprendió a decir adiós.
Porque cuando el alma guarda memoria,
el cuerpo se convierte en brújula de lo inevitable.
Obedece al temblor que precede a lo sagrado,
al eco de un nombre jamás pronunciado
que, sin embargo, ya me ha salvado.
No hay redención sin herida,
ni destino sin rendición.
Y yo me rindo.
No por debilidad,
sino porque en ti encontré la única fuerza
que no me pertenece
y, sin embargo, me sostiene.
Caminaría descalzo sobre los rescoldos de la historia,
si al final del sendero levitaras tú,
esperando con el silencio entre las manos,
ese que lo recita todo
cuando los labios capitulan en reverencia.
Te elegiría incluso si solo fueras esencia,
si tu forma fuera humo,
si tu presencia se desvaneciera entre la niebla.
Te buscaría aunque no existieras.
Y si fueras solo un destello dentro de un espejismo,
me volvería yo mismo reflejo,
tan solo para alcanzarte.
Porque existir contigo
es más sagrado que reinar.
Porque vivir por ti
es más noble que cualquier eternidad sin alma.
Y si alguna vez este juramento cae en el olvido,
que lo encumbre el viento en el tañir de las campanas,
que lo guarde la lluvia en su oficio secreto,
que lo recojan las piedras del camino
y lo murmuren a quien se detenga,
para que, cuando yo ya no esté,
aún alguien sepa discernir
que alguna vez…
alguien amó así.