Mirarte es abrir una ventana, tapiada ante mi,
una rendija en el tiempo
donde las estaciones aún preguntan por nosotros.
No consiste en observar.
Se trata de leer los signos antiguos que aún laten en tu piel,
como si mi memoria fuera la sagrada guardiana del fuego.
Recuerdo por los dos.
No por obligación, sino por naturaleza.
Porque cuando uno ama lo suficiente,
el pasado no es una carga,
es un idioma secreto que se sigue hablando,
aunque no escuche nadie.
Tú, sin saberlo, me confiaste el registro de lo invisible.
La carcajada que orbita sobre una tarde tibia.
El miedo compartido bajo la lluvia.
El breve roce que amó más que mil cuerpos.
A veces me aposento como un faro:
no para guiar, sino para iluminar aquello que fue.
Y tú, náufrago voluntario, sigues navegando a la deriva,
pero yo aún enciendo mis luces menguantes
por si alguna vez decides escuchar las olas que baten contra mi alma.
Porque quienes han amado profundamente
se vuelven estrellas de referencia.
Hablan cuando callamos.
Arden cuando partimos.
Y brillan, incluso cuando nos creemos perdidos.
Así te llevo.
Ni en el bolsillo, ni en la memoria.
Sino en ese rincón del secreto
donde las estrellas parlantes susurran verdades
que solo entienden los que han aprendido
a recordar por dos…
sin, ni siquiera, dejar de amar por uno.
Al fin y al cabo, somos aquello que dejamos y recibimos
cuando aprendemos a amar sin medida, y tal vez sin tiempo.