Siempre me faltó un abrazo.
No uno cualquiera. No uno más.
Me faltó ese abrazo.
El que tenía la forma exacta de mi carencia.
El que venía con la voz que acunaba el miedo
y la piel que supo, sin preguntas, dónde sostenerme.
Aprendí, algo tarde, que hay abrazos que no se reemplazan,
que no se olvidan,
que no se diluyen entre otros cientos.
Son únicos, irrepetibles,
como la huella de una lágrima contenida.
Hay abrazos que se convierten en ausencia,
que toman cuerpo en el hueco del pecho,
que laten como fantasmas tiernos
que no asustan, pero tampoco son evanescencia.
Un abrazo agazapado puede marcar la vida más que mil gestos amables.
Es raíz no plantada.
Es cimiento hueco.
Es ternura postergada transformada en un idioma que nadie habla,
pero que uno sigue anhelando escuchar.
Y ese abrazo que no pedí —quizás por orgullo, quizás por temor, quizás porque nunca supe que lo necesitaba—
hoy se levanta como una oración sin altar.
Como un deseo sin calendario.
Como una falta que no duele todo el tiempo,
pero que se asoma justo cuando el alma tiembla
y quisiera recibir cobijo de nuevo.
He dado muchos abrazos desde entonces.
He recibido algunos que me curaron un poco.
Pero siempre quedó uno que faltó.
El que, de haber llegado,
hubiera sido más que abrazo:
hubiera sido raíz, suelo, origen.
Hubiera sido la certeza de que no hacía falta decir nada más.
Solo sentir.
Solo quedarme.
Porque a veces, para ser todo lo que uno puede ser,
basta un solo abrazo bien dado.
Un abrazo que no explique, que no salve,
pero que diga: aquí estás bien.
Y aunque no llegó,
aunque ya no pueda llegar,
hoy le busco sitio.
Lo nombro.
Lo honro.
Y lo dejo vivir en mí
como un poema en escarcha
que aún sin escribirse,
me sigue sosteniendo.