Aprendí a odiar pronto.
Mientras actuaba entre bambalinas en una infancia donde la defensa parecía innecesaria.
Los aplausos eran escasos, casi insolentes,
pero la función no cesaba.
El guion, nunca escrito,
se expandía bajo la trémula voz.
El carrusel marcaba el ritmo con su canción repetitiva,
cansina,
que no llegaba a ninguna parte.
Busqué con ansia la compostura
porque no supe buscar consuelo.
Ni tan siquiera me lo ofrecían.
Y así, sin que nadie lo advirtiera,
sin que nadie pudiera mirar más allá de la pupila de mis ojos,
el odio se coló por las rendijas del escenario
para vivir entre el torrente de mis venas.
No fue un acto.
Fue una defensa.
Como el que se cubre del frío sin saber cuánto durará el invierno.
No lo elegí, pero aprendí a usarlo.
El odio, en su forma más pura, no grita.
Se enrosca.
Te hace fuerte donde ya no sientes.
Te da firmeza en la mirada
y fragilidad en tu vida.
Y por eso, tal vez,
amar vino menos pronto.
No por cobardía,
sino por un aprendizaje inverso.
Porque para amar hay que abrirse.
Y yo solo sabía cerrarme.
Y el amor…
el amor llegó menos pronto.
No tarde.
No derrotado.
Menos pronto.
Llegó como una carta sin remite,
como una mano que no entendía los límites,
pero tampoco de traiciones.
Con un rumor que contradecía todo lo que me enseñaron:
que el mundo muerde,
que la piel arde,
que abrirse es languidecer.
El amor se quedó ahí,
dubitativo,
esperando a que dejara de esconderme en las trincheras,
a que soltara el escudo
y me alejara del arma
que alguien colgó sin preguntar,
para que entendiera que sobrevivir
es muy distinto que vivir.
Sinceramente,
aprendí a odiar pronto
y a amar menos pronto.
Y en ese intervalo sin nombre,
en esa épica silente, dura y fría,
entre el reflejo de un golpe
y el temblor de un abrazo,
descubrí que lo que más cuesta en este mundo
no es amar.
Es crecer.
Es fortalecerte.
Es merecer.
Sin condiciones.
Ay, Dios mío…
el amor llegó menos pronto,
aunque llegó.
Y con él,
la posibilidad de no repetirme.
Porque vivir
es renacer.
Nunca morir.