Imagen: Valentín Román
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Tras la palmera del jardín aun se escuchan las palabras atropelladas del verano infantil.
El pelo rebujado, las rodillas en carne viva, los ojos como platos y por escuda, la sonrisa.
Los tomates, naranjas y pelotas probaban continuamente el principio de Arquímedes.
Y los peces del pequeño estanque no sabían si esconderse o empezar a salpicar a mansalva.
No fui del todo feliz, ni deje de serlo. Mis hermanos. Mis amigos. El perro del vecino.
Todos éramos uno. Desde el bordillo de la acera a los inmensos ríos de barro del invierno.
Un balón era el centro del universo. De reglamento, eso era ya otra historia. Y para nota.
Los trompos volaban. Las bicicletas en chasis. Las espadas de madera y el corazón de papel.
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Nunca tuve uniforme. El colegio era de pago pero no tanto.
Tenía un par de pantalones de domingo unas botas de futbol y dos pares de zapatos.
Cada miércoles mi tía traía caramelos y merengues y por un minuto había fiesta asegurada.
Olía todo el zaguán a cocina. A pollo con papas y zanahorias, canelones y croquetas.
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Hoy mi barrio es silente.
Hasta los perros son mal mirados si ladran.
Y si quiero cantar no tarda alguien más de dos minutos en tocar a la puerta.
¿Dónde está el Capitán Trueno para que me libere de esta miseria?
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Cielos.
Olvide el código secreto para llamarle.
Malditos roedores.
Esto es todo amigos.