Tras la palmera del jardín aun se escuchan las atropelladas voces del verano infantil.
El pelo rebujado, las rodillas en carne viva, los ojos como platos y por escudo, una sonrisa.
Los tomates naranjas y pelotas, comprobaban continuamente el principio de Arquímedes.
Los pequeños peces del estanque no sabían si esconderse o empezar a salpicar a mansalva.
No fui del todo feliz, ni dejé de serlo. Mis hermanos. Mis amigos. El perro del vecino.
Todos éramos uno. Desde el bordillo de la acera a los inmensos ríos de barro del invierno.
Un balón era el centro del universo. De reglamento, eso era ya otra historia. Y para nota.
Los trompos volaban. Las bicicletas en el chasis. Las espadas de madera y el corazón de papel.
Nunca tuve uniforme. El colegio era de pago, pero no tanto.
Tenía un par de pantalones de domingo, unas botas de futbol y dos pares de zapatos.
Cada miércoles mi tía traía caramelos y merengues, y por un minuto había fiesta asegurada.
Olía todo el zaguán a cocina. A pollo con habichuelas y zanahorias, canelones, papas fritas y croquetas.
Hoy mi barrio es realmente chico. Y duerme.
Hasta los perros son mal mirados si ladran.
Si canto no tardan más de dos minutos en tocar a la puerta.
¿Dónde está el Capitán Trueno para que me libere de tanta miseria?