Las personas ordinarias acostumbramos a tener vivencias ordinarias.
Adolecemos de la gloria de la victoria o la resurrección del fracaso.
Permanecemos en la ingenua zona de confort esperando un rescate.
Somos realistas en un hábitat utópico que desconocemos literalmente.
Anhelamos escribir una obra maestra en la que seamos protagonistas.
Tal vez, la verdad es un componente más de la ceguera que nos arraiga.
Los estados de euforia se tornan mentiras ponzoñosas que nos acunan.
Ordenamos palabras. Las elegimos, y nos metemos en un bucle infernal.
La luz nos suena levemente extraña. La vida nos salpica y nos secamos.
Anulamos las emociones cotidianas y nos afanamos en usar un catalejo.
Odiamos lo irreversible, incluso cuando nos brinda una nueva vida.
Queremos ganar y nos preparamos para el olimpo de los perdedores.
Somos polvo de profecía. Amor en vano que circula por las venas.
Reflejo ineludible de la desobediencia a la primera ley de la vida:
“Amar es vivir resistiendo al grito gutural de la jungla en que vivimos.”