Quiero deconstruir tu cuerpo. No con violencia, no con premura. Con el cuidado con que se deshace un nudo de seda. Parte a parte. Sin perder el aliento. Sin ganarlo todo de golpe. Comienzo por tus ojos. Esa rendija de luz donde la noche se refugia para sentirse segura. No los miro, los habito. Camino por la pupila como quien cruza un puente hacia lo desconocido. Y no caigo. Me dejo caer. Tu pelo: un campo de trigo en tormenta, cada hebra un verso suelto, una pregunta que no se formula porque ya se siente. Después, tus labios. Ahí donde mueren las guerras y nacen los pactos. No los beso. Los escucho. Porque cada línea de ellos conoce historias que ni tú misma te atreves a recordar. La nuca. Esa llanura donde empieza el temblor. Donde el vértigo toma forma. La recorro como quien busca el inicio del mundo. La clavícula. Ese hueso que corta el aire y ofrece la piel. Una repisa para los suspiros más frágiles. Ahí coloco mi silencio. El que pesa. El que abriga. Hombros, pecho, ombligo… No son estaciones, son rituales. Pequeños altares donde la devoción no se finge, se respira. Y respiro de ti hasta perderme. Redescubro lo placentero no como un fin, sino como un mapa de cicatrices dulces. Como lava que aún conserva el calor de su furia. Como lluvia que no empapa, sino despierta. Como mar que no separa, sino sostiene. Cada línea de tu cuerpo es un verso que no quiero rimar, solo sentir. Y en el recorrido, dibujo amaneceres que no existen aún, pero ya se intuyen en los rescoldos del aire. No hay prisa. No hay nombre. Solo un tacto que no se posa… se entrega. Una seducción que no culmina en la piel, sino en ese silencio ensordecedor que llega cuando el alma ha sido tocada. Y consiente. ¿Te atreves tú ahora… a reconstruirte?