En el murmullo del aire entre las hojas,
se desliza un aroma a resina y tierra,
un canto silente que despierta memorias
de tiempos antiguos, de raíces y savia.
La lavanda en flor exhala su esencia,
un bálsamo suave que acaricia el alma,
trayendo consigo la paz de los campos
donde el sol se posa en doradas mañanas.
Tras la lluvia, el suelo exhala su aliento,
petricor sagrado que embriaga los sueños,
recordándonos que en cada gota
la vida renace, se limpia el sendero.
El jazmín nocturno despliega su encanto,
perfume de estrellas, de noches calladas,
invitando al corazón a perderse
en los misterios de la luna plateada.
Pero en la ausencia de estos sutiles aromas,
el alma se siente desarraigada,
buscando en el vacío olfativo
las anclas que la conectan a su esencia.
Cada aroma es un viaje, un suspiro del mundo,
una puerta abierta a paisajes internos,
donde el espíritu danza con la brisa
y se funde con la esencia del universo.
En la penumbra donde el aire calla,
se tejen recuerdos en hilos de humo,
susurros de tiempos que el viento desata,
dibujando en sombras un viejo perfume.
Ausencia de aromas, vacío que pesa,
ancla el espíritu en mares de antaño,
buscando en la bruma la esencia perdida,
rastros de vida en fragancias dormidas.
La flor que no exhala su canto al viento,
guarda en su seno secretos y anhelos,
y el alma que vaga sin guía olfativa,
navega en silencio, sin puerto ni estrella.
Mas en cada soplo, en cada latido,
renace la esencia que el tiempo reclama,
y el corazón, en su viaje infinito,
encuentra en la nada su ansia y su calma.