Mi corazón, siempre inquieto, juega con la sombra de los recuerdos como un niño que persigue mariposas en un jardín soleado. Ahí están los ecos de una risa olvidada, la música de una infancia que aún canta entre los árboles y las esquinas de una casa que ya no existe, pero cuya memoria palpita en cada rincón de mi alma. Las paredes eran cómplices, testigos silenciosos de los primeros suspiros que alguna vez intentaron entender el mundo.
Hay días en que la memoria me arrastra en una corriente que no puedo controlar, como si las emociones no fueran más que hojas arrasadas por un viento caprichoso. Lo llaman esquizofrenia sensitiva, pero para mí, no es más que el arte de sentirlo todo: lo que fue, lo que pudo ser, y lo que aún podría ser. En esa maraña de emociones, soy a veces niño, a veces amante, y otras simplemente un soñador que se pierde entre las sombras de los recuerdos.
En la penumbra de mis sueños, aparece la imagen de aquel primer amor, ese que no sabía de tiempos ni de medidas. Su risa era el canto de un río, y su mirada, la brisa que acaricia sin permiso. Yo, torpe y valiente, descubrí con sus labios el vértigo de los primeros deseos y el abismo de los últimos silencios. Aquel amor era una llama que nunca quemó, pero dejó cenizas tibias en las esquinas de mis días, un calor que a veces regresa cuando cierro los ojos y permito que las sombras dibujen su silueta.
Luego, los corazones perdidos entraron en escena, esos que rozaron el mío sin llegar a quedarse, como estrellas fugaces que iluminan brevemente el cielo antes de fundirse en la eternidad. Aprendí que no todo lo que brilla busca permanecer, y en esa danza de ausencias, mi corazón encontró fuerza en la soledad, como el viajero que halla refugio en la inmensidad del desierto.
Ahora, bajo las cortinas de la noche, donde las sombras y los sueños se confunden, me siento de nuevo a esperar. A veces, los recuerdos juegan burlonamente, danzan como marionetas tras un telón de incienso y suspiros. En esas horas, los labios aterciopelados que una vez susurraron mi nombre parecen acercarse, impregnando el aire con aromas imposibles, fragancias que nacen de la imaginación y mueren con el amanecer. Siento entonces que mi habitación, aún en silencio, se llena de murmullos, de promesas jamás pronunciadas, de una calidez que se desvanece con el alba.
Pero no todo es nostalgia.
Mi esquizofrenia sensitiva no es una carga; es un don. Me permite abrazar todo aquello que me hizo, todo aquello que me empuja y todo lo que aún no entiendo. Como un prisma que descompone la luz en infinitos colores, mi corazón transforma el caos en arte, las preguntas en posibilidades y los recuerdos en futuros posibles. En la distancia, vislumbro la silueta de los sueños aún no alcanzados, esos que esperan en la cúspide de un mañana incierto. No me llaman, pero me desafían, y en su quietud, encuentro una promesa: la de un corazón que nunca dejará de jugar, de buscar, de arder en el juego eterno entre la ternura, la pasión y el deseo.
Quizás, después de todo, no hay nada que temer en este torbellino de emociones. Porque incluso las sombras, con todo su misterio, me enseñan a abrazar lo que fui, lo que soy y lo que aún puedo ser. En esta esquizofrenia sensitiva encuentro mi fuerza, y en ella, mi destino.