El pacto secreto de los girasoles

lunes, abril 28, 2025 Permalink 0

Dicen que en los inviernos más lentos,

cuando la niebla cubre los campos como un abrazo que no sabe despedirse,

los girasoles se esconden.

No duermen, no mueren:

esperan.

Se agachan como guardianes de un sol que aún no existe.

Así éramos nosotros.

Nos reuníamos en pequeños círculos invisibles,

susurrándonos cuentos que brillaban apenas más que el vaho en el aire frío.

Saltábamos de miedo en miedo,

como si cada salto fuera una antorcha

encendida contra la tristeza.

Contábamos historias para encender la noche,

para alumbrar perfiles de cosas que aún no habían nacido:

ciudades de promesas,

catedrales de ternura,

puentes lanzados al viento para que alguien, algún día, los cruzara.

Nos fascinaba demoler muros de papel,

ver cómo una palabra valiente podía desgarrar una pared entera.

Nos enseñaron que lo invisible era debilidad,

pero nosotros sabíamos el secreto:

lo invisible es el monumento más resistente que existe.

Un monumento al futuro,

a las relaciones forjadas en silencios cómplices,

a las batallas que nadie ve pero que sostienen el mundo.

Combinábamos deseos y delirios como si fueran cartas de un juego antiguo.

Apostábamos a la vida sin saber las reglas,

y quizá por eso siempre ganábamos:

porque jugábamos de verdad.

Algunos conocimos la falta de refugio,

el frío del desarraigo,

el vértigo de saber que a veces no hay adónde volver.

Pero aun así,

jugábamos.

Jugábamos a envolver nuestras guerras bajo sábanas calientes,

como niños que esconden los miedos en el doblez de la almohada.

Y en ese juego antiguo y eterno,

nacía algo invencible:

un nosotros sin fecha de caducidad,

una promesa que ni la niebla, ni el invierno, ni el olvido podría borrar.

Los girasoles sabían.

Y nosotros también.