Lo inventado no es un estanque.
El estanque amaina.
Refleja lo que ya fue,
pero no empuja,
no provoca,
no transforma.
Y tú no has venido a quedarte quieto.
Has venido a remover la superficie,
a encresparla sin violencia,
a darle vida a la pátina de agua que parecía dormida.
Porque cuando todo parece calmo,
cuando el mundo se refleja sin preguntarse nada,
tú lanzas la piedra.
Y en ese gesto,
reclamas el derecho a la pregunta,
a la perturbación fértil,
a las ondas que despiertan la orilla.
Las ondas no desaparecen.
Se transforman.
Dejan memoria en la piedra,
mapa en la arena,
y un camino invisible que, una vez abierto,
te invita amablemente a transitarlo.
Hacia el sueño,
hacia el cariño,
hacia lo imperfecto que aún queda por pulir,
hacia lo dicho,
lo no sentido,
y aquello que has pensado,
que has soñado,
pero que aún no te habías atrevido a caminar.
Hubo un tiempo en que el dolor se escribía a fuego,
con la voz quebrada de un trovador argentino,
con letra sincera de alguien que no cantaba para entretener,
sino para recordar.
Para tener presente su vida,
para alegar su sentimiento ante el olvido que acechaba.
Somos arquitectos de nostalgia.
De dignidad.
De amistades que nunca se pierden.
De piedras que remueven el estanque sin permiso,
pero con sentido.
A veces no sentimos las raíces,
pero siempre supimos que estaban ahí.
Fueron nuestra infancia,
el columpio del árbol,
la promesa nunca rota
de terminar el poema de nuestras creencias y nuestras ilusiones.
El pasado creó el estanque.
La base de la vida.
Lo llenó de nombres,
de llantos en forma de lágrima y cristal,
de pájaros que aún hoy juegan sobre su superficie,
sobre esa delgada piel del agua que lo envuelve todo sin gritar.
Y en aquellas simples olas
donde culminaban los abrazos nunca dados,
las canciones quedaron preñadas en la costilla de cada uno,
como una oración silente, palpable y libre.
Pero este pasado nunca nos contuvo.
Buscaba una piedra.
Una que nos diera impulso.
No para huir,
sino para mejorar.
Para calmarnos.
Y seguir.
Hoy el agua despierta.
No como quien se despereza,
sino como quien recuerda que lleva siglos esperando una señal.
Despierta fría,
no quieta:
contenida.
Contempla su piel de cristal
y sospecha que algo está a punto de romperla…
para liberarla.
Tus dedos juegan en la orilla,
sueñan pero no juegan.
Convocan.
Susurran antiguos pactos con lo invisible.
Dibujan en la superficie símbolos de paso,
como si supieran que cada roce abre un umbral.
Y yo te acompaño.
No desde la distancia,
sino como en un rito:
espalda contra espalda,
pecho contra pecho,
manos entrelazadas como raíces que recuerdan que alguna vez fuimos uno.
Ilusiones compartidas como faroles encendidos en medio del naufragio.
Consejos que no se dicen,
se respiran.
Exijo a la vida.
Exijo el sueño.
Exijo un camino rudo pero ilusionante,
como esos senderos de los mitos,
que solo se abren cuando el caminante lo merece.
Esta no es una tarde cualquiera.
Es una consagración sin incienso ni testigos.
Una de esas tardes de largas y lentas conversaciones,
donde cada cual es cada cual,
y cada uno lo somos todos.
Donde la palabra no rellena el silencio,
lo honra.
El presente no quiere espejo.
Quiere metamorfosis.
No quiere parecer vivo.
Quiere ser eterno mientras dure.
Y tú lo moldeas.
Como quien acaricia al tiempo
sin miedo a dejar huella.
Nos quedamos ahí,
en la hondura del instante en que dos seres no se explican,
se entienden.
Donde no hay ruido,
ni consuelo,
ni victoria.
Solo un abrazo que no amarra,
sino que sostiene.
Un refugio sin paredes.
Una tregua con la vida.
Y entonces, sí:
las lágrimas.
Pero no de pena.
No de derrota.
Lágrimas que no caen por lo perdido,
sino por lo encontrado.
Son lágrimas que brotan como raíces nuevas en tierra fértil,
como si el alma, agotada de guardar tanto,
por fin pudiera abrir las ventanas de sus ojos
y dejar salir todo lo que aún late.
No todas las lágrimas son tristes.
Hay algunas que nacen del asombro.
De mirar al otro y reconocerse en su temblor.
De saber que esa emoción sin nombre
es también hogar.
Y con cada lágrima, el cuerpo se limpia.
Y con cada silencio, el pecho se ensancha.
Y con cada roce,
la existencia encuentra un lugar donde dejar de fingir.
Nos dimos tardes sin armaduras,
palabras sin muros,
presencias que no huían.
Nos dimos lo más sagrado:
el coraje de quedarnos,
aún sin saber si habría un mañana que nos entendiera.
Y cuando por fin nos miramos sin pregunta,
no hubo nada más que decir.
Solo un beso.
Solo ese beso.
No uno fugaz,
no uno furtivo,
sino el que desangra los labios
y deja una cicatriz en el alma
capaz de reinventarnos.
De consagrarnos.
Porque ese beso no quiere curar.
No quiere amainar.
Ese beso quiere elevar a la máxima potencia
cualquier clase de miedo que tengamos escondido.
Y en esa ascensión,
nos revela.
Nos arde.
Y nos salva.