Somos historias inacabadas.
Ni el pasado es lápida, ni el futuro condena.
El pasado lo escribimos al margen,
con notas de victorias y derrotas,
con silencios que pesan tanto como los gritos.
Y el futuro, aun por pergueñar,
sigue siendo un cuaderno abierto,
un soplo que espera ser palabra
hasta el último instante en que respiremos.
Por eso, cuando te miro y pienso en lo que fuimos,
no leo tus errores ni tus aciertos,
porque el tiempo ya pasó.
Prefiero decirte buenas noches,
cerrar la puerta y, con un gesto sencillo,
recordarte que te amo una vez más.
No somos perfectos, nunca lo fuimos.
Yo sé tus caídas y tú conoces las mías.
Y, sin embargo, en esta despedida sin rencor,
solo quedan dos voluntades —dos almas—
sosteniéndose en el instante.
No hay necesidad de olvidar,
no hay obligación de perdonar:
lo vivido basta, lo vivido nos sostiene.
Así que descansa.
Déjame ser quien vele ahora tus sueños,
quien espante a los monstruos que tantas veces
tú ahuyentaste por mí.
El círculo se cierra, pero no se rompe.
La eternidad no es después:
es este momento,
este breve respiro donde aún nos decimos,
aunque en susurro,
que el amor siempre fue más fuerte que el tiempo.