las astillas de lo invisible

martes, junio 17, 2025 Permalink 0

Hay sentimientos que no llegan para quedarse.

Solo pasan.

Rozan la piel como una brisa tibia que no pide permiso.

Y, sin embargo, hay otros que se quedan tan dentro que requieren bisturí.

La vida nos obliga, tarde o temprano, a practicar sobre nosotros mismos una cirugía sin anestesia.

Una disección del alma, parte a parte.

No para entenderla del todo —quién podría— sino para tener el valor de mirarla.

De sostener su forma aún cuando sangra, y de nombrarla aunque no tenga nombre.

La anatomía de los sentimientos es un mapa sin escala.

Un corazón no se mide en latidos, sino en astillas.

Porque todo lo que se rompe en nosotros, si no se desprecia, te transforma.

Y todo lo que se transforma, si no se olvida, se convierte en legado.

Las astillas, esas pequeñas punzadas que nos obligan a detenernos, a pensarnos de nuevo, a reconstruir desde lo mínimo.

No son heridas menores.

Son los clavos invisibles que sostienen los puentes entre lo que fuimos y lo que todavía podemos ser.

Nadie funda una nueva vida sin atravesar una grieta.

Y nadie la habita plenamente sin honrar los restos del naufragio.

Queremos, claro, vivir en el mejor de los mundos.

Pero olvidamos que ese mundo también hay que rehacerlo.

A veces desde cero.

Otras, con las ruinas aún humeantes.

Porque el realismo mágico no es una estética.

Es una decisión.

La de seguir creyendo.

De mirar una taza rota y aún imaginar que contiene el aroma del café compartido.

La de volar con palabras incluso cuando no quedan alas.

Rehacerse no es solo un acto de voluntad.

Es un ejercicio de ternura.

Es el arte de buscar el umbral de las voces que habitan dentro, y ofrecerlas al mundo sin vergüenza.

A veces susurrando.

Otras, simplemente estando.

Nos cansamos, es cierto, de la saturación de estímulos, de la emoción empalagosa, de la banalización del asombro.

Pero todavía hay lugar para lo verdadero.

Y lo verdadero no siempre grita.

A veces se parece más a una mirada que electrifica o a una caricia que reconstruye.

El devenir de la vida —ese que fluye, que se encrespa, que nos zarandea— no pide explicaciones.

Solo pide que no lo vivamos en soledad.

Que podamos interactuar sin miedo,

entre pares y dispares,

sin buscar vencedores,

sin condenar a quienes aún están buscando su voz.

Porque no hay mortalidad más trágica que la emocional.

Y no hay eternidad más hermosa que la de haber tocado un alma con una palabra, un gesto, una historia.

Y haberla transformado sin exigirle que cambie.