Hay un doble exilio en la verdad.
Uno es no poder decirla.
El otro es decirla y que no importe.
También en las crónicas hay ruina.
Escollos, zancadillas, silencios sin testigos.
No somos inmortales,
y vivir es una rara avis.
Pero estamos aquí.
Con la carne abierta. Con los párpados pesados.
Sorteando vallas sin gloria ni derrota.
Solo caminar. Superar.
Como si esa fuera nuestra historia más honesta:
no caer ante la última valla.
Hay una tenue brillantez en la soledad.
Pero incluso ella —la soledad—
necesita de una mirada comprensiva.
Una que no hiera. Una que no exija.
Estar siempre cansa.
A veces necesitamos un cuento,
no para olvidar,
sino para dormir un poco
y dejar de golpearnos con nuestra propia narrativa.
No somos autoficción.
Ni castigo.
Somos tentativa.
Somos un intento.
Y aunque esté mal hecho,
hacerlo ya es construir.
Hacerlo con todas las voces.
Las que deben estar.
Las que ayudan en esta tarea titánica de comprender.
Construir un mundo
sobre otro que arde
es brutal.
Y más cuando nadie entiende lo que haces.
O peor: cuando fingen que no lo ven.
Este mundo es un ascensor caprichoso.
No tiene lógica.
Solo teatro.
Un teatro que se enquista,
que se arrastra con nosotros
hasta la siguiente escena.
Y no es que sea malo.
Es que a veces,
solo a veces,
podríamos obviarlo
aunque sea por caridad.