Bajo el implacable tic tac del reloj inmortalizado en el bolero de Roberto Cantoral,
me viene la memoria una de las experiencias más tiernas que viví hace algunos años.
Escribía en las redes sociales de manera continuada y había hecho bastantes amistades.
Recuerdo a una chica que no alcanzaba los quince años y muchas ilusiones que nunca conocí.
Comenzaba a relacionarse con los chicos de su barrio y había perdido su espontaneidad.
Le pregunté el motivo y compartió conmigo su angustia porque estaba embarazada.
El instinto paternal me llevó a consolarla y a pedirle que hablara con sus padres
pero que esperara unos días pues, a veces las certezas no son más que debilidades.
Pasó una semana y me encontré con un mensaje que comenzaba con un ¡Peeedro!
Lo abrí y me confirmaba que era una falsa alarma. Me daba las gracias por confiar.
Me comentó algo que impactó en la capacidad de sentir de este corazón errante.
“Te he escrito un poema de agradecimiento, lo he introducido en una botella
y con todo el cariño lo he lanzado al mar.
Si alguna vez lo recibes sabrás lo importante
que ha sido para mí que dedicaras un momento a tranquilizarme.”
Nunca recibí la botella.
Seguramente en la profundidad del Atlántico
se ha convertido en una oda
que se arrulla entre las olas.
Dentro de mí creció la satisfacción
de que la humanidad evolucionará
mientras nos escuchemos unos
a los otros con cariño y afecto.
No estamos solos.
Somos almas segregadas
por la distancia del mar.
Hermanados por el viento.
Pinceladas de magia.
Fragmentos de canciones.
Poemas delineados.
Sentimientos glorificados.