Vagamos solitarios entre el viento y las orillas de las nubes,
como aves sin migración fija,
como ecos que buscan su garganta.
Sentimos y renacemos en el pozo de un perfume envejecido,
ese que no se aprecia con la nariz,
sino con las manos que tiemblan,
con el pecho que aprieta,
con el alma que no encuentra reposo.
Yo no vengo a pedir clemencia.
Ni a exigir sentido.
Solo a que me mires.
A que no apartes la mirada del caos ordenado que soy
cuando me quiebro sin romperme.
Disecciono cada sentimiento,
como si fueran nervios desnudos bajo la piel del tiempo.
Te entrego mis astillas:
esas esquirlas de vida
que me atravesaron cuando quise construir algo hermoso
y me devolvieron en silencio.
Pero no odio ese silencio.
Lo cuido.
Lo guardo.
Porque también fue mío.
No quiero palabras perfectas.
Quiero el temblor que las precede.
Quiero que entiendas que esta súplica no es humillación.
Es amor en carne viva.
Es la anatomía de todo lo que no supe expresar,
pero aún así te rogué que intuyeras.
He vivido muchas veces.
He muerto otras tantas.
Pero esta vez, en esta,
no pido redención.
Pido compañía.
Pido que no me dejes solo en esta ofrenda.
Porque si tú no recoges lo que soy,
no habrá nadie más que sepa descifrarlo.
Hay en mí una sed que no es física.
Una necesidad que no busca respuesta,
sino mirada.
Y si mis lágrimas brotaran de tus ojos,
entonces mi alma aprendería a volar.
No porque me hayas salvado,
sino porque nos hemos reconocido.
Y eso,
eso sí que es insuperable.