Nunca quise morir asomado a la ventana de mi barrio.
De pequeño, ya trataba de volar. Quería volar.
Al principio, nunca miraba atrás. Ni casi respiraba.
Con el tiempo me gusta habitar allí, de vez en cuando.
Así, recargo la energía de mi tierra. La necesaria para volar.
Allí nació el laberinto de mis sueños y abstracciones.
Algún pasadizo de intuición y un insólito sentido común,
preludio de una experiencia, que no dejo de atesorar.
El lugar que ocupo en lo inevitable.
La conciliación de deseo y destino.
El flamear de la exaltación mundana.
El consuelo de la historia sobrescrita.
La epístola sedienta de intérprete.
La disconformidad que siempre grité.
O Las cenizas que un día seré.