Te pedí palabras y me condujiste a una habitación
De no menos de treinta metros cuadrados, una mesa y dos sillas.
Indicaste mi sitio y encantadoramente ocupaste el tuyo.
Un metro de distancia y una mesa interpuesta.
Justo donde pensabas ganar, perdiste la batalla.
El parapeto no era otra cosa que distancia pudorosa.
Lo noté. Lo sentí. Y casi pude sentir tu aroma.
El pelo negro. Como siempre, perfectamente ondulado.
Tus uñas esculpidas con la paciencia de quien controla el tiempo.
Tu traje, como no podía ser de otra manera, rojo.
Perdí la noción del tiempo en el primer minuto.
Tu cabeza hervía y, tal vez, el corazón también sangraba.
Fuiste desgranando tus angustias y tu piel resplandecía serenidad.
Querías estar allí. Queríamos estarlo.
Te pedí la mano y dudaste. Y complaciste.
Dos. Tres segundos tal vez. Suficiente. Eras real. Estabas allí.
No había sueños con solitario despertar.
Miré tu cuerpo esculpido por el baile de salón.
el corazón se desbocaba. quería devorar tu alma.
y también tu cuerpo.
Apacigüé tus miedos y sosegué tus angustias.
Lo justo para besarte en la despedida.
No como me hubiese gustado.
Ni como tú temías.
Pero hay más días.
Menos espacio.
Y menos distancia.
Mientras bajaba en el ascensor. Solo.
Me vino a la cabeza, de manera recurrente.
La frase que el general Custer dijo a su esposa,
Antes de irse a la muerte cierta en Little Big Horn:
“Pasear a su lado por la vida fue muy agradable señora”.