Aprendí a jugar con unicornios bajo el relámpago de la tormenta.
A sostener el mundo mientras las estrellas serpenteaban a mi lado.
A llorar en silencio mientras la música rellenaba el reverso de la aurora.
Corrí bajo la lluvia mientras aprendía que reírse es una bendición de Dios.
Comprendí que mis brazos eran tan amplios como vulnerable el corazón.
Fui capaz de aceptar que un beso no es eterno pese a que te conmueva.
Honré a mi padre y a mi madre pese a no comprender como me amaban.
Caminé solo bajo las cortinas de mi cuarto y asistido por la ilusión.
Imaginé mundos de alegría y viento cálido bajo una gran estrella de sur.
Combatí caos y pesadillas miserables de muchas ausencias cuestionables.
Recibí vida y he dado vida como extensión de mi vida y las suyas.
Erré. Porque la alegría es efímera e intensa y absurdamente loca.
Bebi lágrimas que no tenían nada que ver con la sal del mar o la vida.
Me olvidé de que era el protagonista de todas mis canciones y poemas.
Fui la primera vida entera de algunas historias que no estaban escritas.
Sorteé emboscadas y laberintos que asediaban mi cabeza en la noche.
Me acostumbré a ser pañuelo de la tristeza heredada de otras personas.
Abrí puertas canceladas por candados endiablados y cadenas de acero.
Y, sin embargo, nunca pensé que todo aquello eran historias.
Eran el aprendizaje con el que la vida esculpe el alma de los encandilados.
No puedo. No quiero renunciar a quien soy. Aunque la verdad hubiera
preferido aprender a no haber dado nada por perdido.
A volar cuando el viento era favorable.
A anidar cuando necesitaba crecer.
A crear poemas y releerlos.
A amar sin condición.
A vivir.