En este instante, donde la lluvia golpea con fuerza y la melodía del Canon de Pachelbel traza su ciclo infinito, me detengo. No por cansancio, sino por plenitud.
El humo del puro se disuelve en el aire, como los días que han pasado, como las risas que han resonado y las lágrimas que han caído. Todo ha tenido su lugar. Todo ha valido la pena.
He caminado junto a quienes la vida me ha regalado, en la dicha y en la tormenta, en los abrazos que sostienen y en las despedidas que desgarran. Cada uno ha sido parte de este sendero, dejando su huella en mi historia.
A quienes reímos juntos hasta que nos faltó el aliento, gracias. A quienes compartieron su llanto sin vergüenza, gracias. A quienes se quedaron, gracias. A quienes se fueron y dejaron un eco imborrable, gracias.
Hoy no hay nostalgia, solo gratitud. No hay peso, solo certeza. Lo hecho y lo por hacer se entrelazan sin prisa, sin miedo, con la convicción de que cada paso ha tenido su sentido.
Porque si algo he aprendido es que la vida es el equilibrio perfecto entre lo que sostenemos y lo que soltamos, entre el peso que nos forja y la brisa que nos impulsa.
Y en este instante, entre la lluvia, la música y la pausa del mundo, soy todo lo que fui, lo que soy y lo que seré.
Porque cada despedida construyó mi camino. Porque cada abrazo me sostuvo. Porque cada historia, en su luz y en su sombra, ha sido un privilegio compartirla.
Hay adioses que pesan como piedras, que se clavan en el pecho y laten como un eco de lo que ya no será. Se van con la sombra de lo que fuimos, con promesas que nunca encontraron su puerto, con palabras que murieron en los labios antes de hacerse verdad.
Pero hay otros adioses que liberan, que son aire después de la tormenta, la puerta que se abre hacia el vacío y nos deja, por fin, respirar. Se llevan el peso de lo que ya no encajaba, de lo que fue demasiado tiempo una cárcel, de lo que insistimos en retener cuando ya solo era ruina disfrazada de refugio.
Dolor y alivio caminan juntos, como dos sombras que se miran desde lados opuestos del mismo abismo. Porque un adiós es siempre un quiebre, pero a veces, en la grieta, es donde entra la luz.
Cuando la sombra se alarga y la noche extiende su manto, el alma vacila entre la memoria y el olvido, atrapado entre la grandeza del pensamiento y el peso de su propia desesperanza. Pero la verdad que se desliza entre los versos no es la rendición, sino la lucha: la pugna constante entre la belleza y la desolación, entre la luz y la penumbra de la existencia.
Porque la desesperanza es un eco que resuena en los vacíos del corazón, pero no es la única voz. Hay otra, más firme, más honda, más verdadera. Es la voz de la certeza silenciosa, de la vida que persiste incluso cuando la fe se resquebraja. Es la voz que susurra que no todo está perdido, que la belleza no es solo un recuerdo, sino una promesa aún en pie.
Arrecia la tormenta y la fuerza del viento. Y es ahí donde radica el giro, donde la desesperanza no encuentra su victoria, sino su límite. Porque la clave no está en negar la sombra, sino en encontrar el modo de atravesarla.
¿Y cuál es ese modo?
La voluntad de sostenerse, de crear en el abismo, de asumir la herida sin convertirla en destino. La fe no es un acto ingenuo, sino un desafío al vacío, un golpe firme sobre la mesa del destino. No se trata de esperar que la luz regrese, sino de encenderla con las propias manos.
Y así, cuando la desesperanza murmure su letanía, cuando el mundo parezca un terreno marchito, recordaremos que la esperanza no es un refugio para los débiles, sino el fuego de los que eligen arder en lugar de apagarse.
Querer de verdad es un acto de valentía, de entrega sin garantías, de andar sin mapas y aun así seguir adelante. Es sostener la luz cuando todo oscurece, es dar sin medir y recibir sin exigir. Fácil no es. Pero cuando es real, pesa menos que la duda y vale más que cualquier certeza.
Así que no escribimos, esculpimos. No argumentamos, pintamos. Y no respondemos, elevamos.
Porque si solo buscamos un suelo, nos olvidaremos de que existen las estrellas.
No todo está perdido. Porque seguimos aquí. Porque seguimos creando.
Mi corazón, siempre inquieto, juega con la sombra de los recuerdos como un niño que persigue mariposas en un jardín soleado. Ahí están los ecos de una risa olvidada, la música de una infancia que aún canta entre los árboles y las esquinas de una casa que ya no existe, pero cuya memoria palpita en cada rincón de mi alma. Las paredes eran cómplices, testigos silenciosos de los primeros suspiros que alguna vez intentaron entender el mundo.
Hay días en que la memoria me arrastra en una corriente que no puedo controlar, como si las emociones no fueran más que hojas arrasadas por un viento caprichoso. Lo llaman esquizofrenia sensitiva, pero para mí, no es más que el arte de sentirlo todo: lo que fue, lo que pudo ser, y lo que aún podría ser. En esa maraña de emociones, soy a veces niño, a veces amante, y otras simplemente un soñador que se pierde entre las sombras de los recuerdos.
En la penumbra de mis sueños, aparece la imagen de aquel primer amor, ese que no sabía de tiempos ni de medidas. Su risa era el canto de un río, y su mirada, la brisa que acaricia sin permiso. Yo, torpe y valiente, descubrí con sus labios el vértigo de los primeros deseos y el abismo de los últimos silencios. Aquel amor era una llama que nunca quemó, pero dejó cenizas tibias en las esquinas de mis días, un calor que a veces regresa cuando cierro los ojos y permito que las sombras dibujen su silueta.
Luego, los corazones perdidos entraron en escena, esos que rozaron el mío sin llegar a quedarse, como estrellas fugaces que iluminan brevemente el cielo antes de fundirse en la eternidad. Aprendí que no todo lo que brilla busca permanecer, y en esa danza de ausencias, mi corazón encontró fuerza en la soledad, como el viajero que halla refugio en la inmensidad del desierto.
Ahora, bajo las cortinas de la noche, donde las sombras y los sueños se confunden, me siento de nuevo a esperar. A veces, los recuerdos juegan burlonamente, danzan como marionetas tras un telón de incienso y suspiros. En esas horas, los labios aterciopelados que una vez susurraron mi nombre parecen acercarse, impregnando el aire con aromas imposibles, fragancias que nacen de la imaginación y mueren con el amanecer. Siento entonces que mi habitación, aún en silencio, se llena de murmullos, de promesas jamás pronunciadas, de una calidez que se desvanece con el alba.
Pero no todo es nostalgia.
Mi esquizofrenia sensitiva no es una carga; es un don. Me permite abrazar todo aquello que me hizo, todo aquello que me empuja y todo lo que aún no entiendo. Como un prisma que descompone la luz en infinitos colores, mi corazón transforma el caos en arte, las preguntas en posibilidades y los recuerdos en futuros posibles. En la distancia, vislumbro la silueta de los sueños aún no alcanzados, esos que esperan en la cúspide de un mañana incierto. No me llaman, pero me desafían, y en su quietud, encuentro una promesa: la de un corazón que nunca dejará de jugar, de buscar, de arder en el juego eterno entre la ternura, la pasión y el deseo.
Quizás, después de todo, no hay nada que temer en este torbellino de emociones. Porque incluso las sombras, con todo su misterio, me enseñan a abrazar lo que fui, lo que soy y lo que aún puedo ser. En esta esquizofrenia sensitiva encuentro mi fuerza, y en ella, mi destino.
“Quisiera que mueras antes que yo, para que nunca tenga que pasar un día sin ti.”
“No sé si entenderás la profundidad de lo que estoy a punto de decirte, pero siento que las palabras que guardo no pueden quedarse atrapadas en mi pecho por más tiempo. Amar es un acto de valentía, pero también de vulnerabilidad. Y si te amo tanto como lo hago, es porque me he entregado completamente al miedo de perderte, sin reservas, sin protección.
No digo estas palabras desde el egoísmo, sino desde el abismo de mi ser. Mi amor por ti es tan inmenso que la idea de un mundo sin tu risa, sin tus ojos mirándome, sin la calidez de tu voz, es sencillamente insoportable. Sé que algunos lo llamarían debilidad, pero para mí es la verdad más pura. No temo a la muerte, pero temo una vida donde tú no estés.
Si algún día la vida nos lleva a esa frontera inevitable, quisiera ser yo quien la cruce primero. Porque aunque mi corazón arda en este amor tan humano, no sé si tengo la fortaleza para enfrentar el vacío que dejarías al marcharte. Preferiría enfrentar el silencio eterno, sabiendo que nunca conocerás la soledad de vivir sin mí. Preferiría que mi ausencia fuera el peso, si con ello puedo evitarte un solo día de tristeza.
¿Entiendes ahora? Esta no es una declaración de dependencia, sino de amor que trasciende el tiempo, la lógica, incluso el instinto de supervivencia. Es la certeza de que tu felicidad, incluso en mi ausencia, es el único consuelo que podría sostenerme si tuviera que dejarte ir primero.
Pero mientras ese día no llegue, te prometo que mi vida estará llena de ti, de nosotros. Porque si he aprendido algo en este tiempo contigo, es que el amor no se mide en su duración, sino en su intensidad. Y cada momento que pasamos juntos, cada instante que compartimos, es para mí una eternidad. Por eso, mi amor, mientras estemos aquí, llenemos esta vida de todo lo que podamos. Porque si hay algo peor que perderte, es no haberte amado como mereces.”**
Nubes que cruzan, flotando tu espacio, dibujan paisajes de un tiempo sin trazos. El niño las mira, las siente tan suyas, que el cielo es un mapa y sus sueños, rutas.
Las aves se alzan, su vuelo es un canto, un eco en el aire, sus alas dan salto. El viento las sigue, las lleva a danzar, y el niño persigue su rastro al azar.
Las manos descubren texturas dormidas, calor que despierta promesas sencillas. En cada caricia, la vida se asoma, la piel es un mundo que todo transforma.
Miradas que buscan reflejos de calma, destellos que habitan la voz de un alma. El niño las cruza, respira su brillo, y halla en sus ojos la fuerza y el hilo.
El aroma vibra, lo envuelve en la brisa, fragancias que llaman, susurros que avisan. Flores que despiertan al roce del día, y el niño respira el aroma que guía.
Abrazos que tiemblan, raíces de fuego, tiempo detenido, un mundo sincero. El niño se funde en su abrazo profundo, y siente que el alma renace del mundo.
El afecto danza, sin letras ni ruidos, es río que corre y calma el vacío. Amor que se alza, su llama encendida, entusiasmo puro que empuja la vida.
Y el niño avanza, sus pasos son viento, el cielo lo lleva, lo guarda en su tiempo. Es vida que pulsa, es llama que arde, la ilusión que encuentra, que nunca se apague.
En el centro de la noche, bajo un cielo bordado de estrellas, un carrusel gira, eterno en su movimiento, iluminado por luciérnagas que juegan a los dados, eligiendo a quién regalarán su breve chispa de luz.
La música mecánica, antigua como un susurro olvidado, inunda el aire con su melodía cíclica, como un eco de risas infantiles que se niegan a desvanecerse. Cada nota, cada giro, es un instante robado al tiempo.
Los caballos, tallados con manos que entendieron los sueños, danzan en su vaivén, algunos galopando hacia un destino indomable, otros quietos, cargando el peso de quienes buscan la fantasía perdida.
Sobre la madera del carrusel, las luciérnagas se desafían, ajustando el azar en pequeños destellos, como diosas diminutas que deciden, a quién iluminar en la penumbra de la existencia.
Y tú y yo, pasajeros de este carrusel sin fin, nos rendimos al idílico acto de pensar libremente, de dejar que la mente se vuelva chispa y se pierda en el viento. Cada vuelta es un nuevo universo, cada destello una pregunta sin respuesta.
¡Qué breve e infinito es este momento! Un carrusel que no nos lleva a ninguna parte, pero que nos recuerda que la belleza no necesita destino, solo el efímero milagro de existir.
El carrusel gira, la música resuena, y las luciérnagas, en su juego eterno, se vuelven el reflejo de lo que somos: huellas de luz danzando en el lienzo del tiempo.
Si no existieras, mi vida crearía un vacío silente, un brillo apagado, una capa de lustre rustida por el deseo, frágil como una brisa que silba sin eco ni respuesta.
En el eco del silencio, tu amor me encontró, como luz en la penumbra, como llama en el sol. Si no estás, mi vida canta, pero pierde su voz, eres todo lo que llena mi vacío interior.
El amor sería menos que un murmullo, un intento ahogado de la creación, un rumor de un río seco, el destello de una estrella caída, un canto que nadie escucha.
Pero estás aquí, y en tu presencia el viento celebra, el deseo encuentra su forma, y la capa gastada resurge de nuevo. Eres el latido que colma el silencio, el eco que responde al abismo, el roce del fuego en la piel del tiempo.
En el eco del silencio, tu amor me encontró, como luz en la penumbra, como llama en el sol. Si no estás, mi vida canta, pero pierde su voz, eres todo lo que llena mi vacío interior.
Eres la chispa que enciende lo dormido, la llama que circunda al vacío. Y en este espacio compartido, amor, creación y necesidad se entrelazan como raíces y ramas, como el cielo que no se entiende sin la tierra que lo sostiene.
En el eco del silencio, tu amor me encontró, como luz en la penumbra, como llama en el sol. Si no estás, mi vida canta, pero pierde su voz, eres todo lo que llena mi vacío interior.
Si no existieras, el mundo giraría, pero sin la plenitud del encuentro. Serías el vacío, y el punto final: el reinicio de todo lo que nace para colmar la ausencia.
En el eco del silencio, tu amor me encontró, como luz en la penumbra, como llama en el sol. Si no estás, mi vida canta, pero pierde su voz, eres todo lo que llena mi vacío interior.