Me rodea un infinito y sombrío sentimentalismo.
Una mirada sobre el vacío de un horizonte desdibujado.
Impalpables nubes de sal que desertan de la cresta de la ola.
Un vacío voluptuoso que entrecorta el aire que inspiras
y te abandona cuando, inconscientemente, suspiras.
Una desproporción de fe sobre un huerto angosto.
De esta manera, debe languidecer el espíritu
cuando culmina una batalla y te invade el férreo sabor
que derrama la sangre y la sal agria del sudor que sobrevive.
Un desorden insustancial que emerge sobre el remanso
de una infértil ola rendida sobre la arena de la última playa.
La insípida victoria de una guerra librada para los demás.
Esos que, hábilmente te seducen para que entregues
la vida que te han donado, para sus ganancias terrenales.
La mano huérfana de la simplicidad
encalla entre caricias acostumbradas.
Empuñas el frio acero con el ansia del final
en que se convierten todas las batallas.
Quiero terminar de pelear.
Vivir como he soñado.
Aunque antes confieso que,
he olvidado cómo hacerlo.